lunes, diciembre 04, 2006

Cumpleaños

Hubo un tiempo en que recordaba las fechas de cumpleaños sin esfuerzo. Me lo decían, me enteraba por casualidad en el hilo de una conversación, y se me quedaba grabado para los restos. Todavía recuerdo fechas de cumpleaños de personas cuya cara, Deo Gratias, el tiempo ha difuminado. De otras, en cambio, lo recuerdo todo: el brillo del pelo rubio, los ojos azules, el gesto de su mirada cuando iban a decir algo sarcástico, sus comodines de fin de frase y su cumpleaños: 6 de octubre de 1969.
Hay personas con las que solo hablo una vez al año, el día de su aniversario. Es una más de esas rutinas a las que nos entregamos por una razón o por otra. Y algo se rompe, algo chirría, si por una razón o por otra se me olvida enviarle un señal, un sms, un correo, una tarjeta. Normalmente me ocurre cuando estoy fuera de mi quehaceres diarios: cuando he salido de fin de semana, cuando no he dormido en casa, etc. También ocurre que la vida se va complicando cada vez más y que voy perdiendo cualidades. No me ha servido nunca para ligar recordar la fecha de un cumpleaños; de hecho, no me ha servido para nada, pero al menos era algo que yo controlaba. Ahora se me escapa a veces. Bueno.
Pero cuando eso no ocurre, entonces el día en cuestión se convierte en otra manera de estar con el amigo, con mi madre, con mis hermanos, con la persona que quiero. Desde que me levanto, esa persona me acompaña. En lugar de pensar que se trata del lunes 4 de diciembre, hoy para mí es el cumpleaños de... Me lo imagino en Londres, en Chicago, en Madrid, en París o aquí al lado; me pregunto qué hará durante el día. ¿Le apetecerá festejarlo? Me imagino qué le propondría yo si estuviera en mi ciudad: una excursión a la sierra, una cita en alguno de los últimos bares que he descubierto, una cena-delicatessen en un mesón que ha convertido su nombre en poesía; unos mojitos en algún bar con música en vivo; una cena en casa para mezclar a gente diversa -esta opción es demasiado arriesgada: no me atrevería-...
Y así se suceden las semanas. Poco a poco unos hemos alcanzado los 34 y otros ni se sabe... Y nos empeñamos en seguir cumpliendo y cumpliendo, a veces en unas condiciones deplorables, aunque resulte politicamente incorrecto verbalizarlo. Otros en cambio llevan los 80 mejor que cualquiera lleva los 45. Es cuestión de naturalezas, o probablemente de una disposición u otra frente a la vida. Yo creo que la alegría de vivir, la ternura, el erotismo, la mirada limpia sobre las cosas ayudan bastante para alargar la vida. Voilà!

martes, noviembre 28, 2006

Año nuevo

El tiempo es lo que uno quiera. O debería serlo. En mi círculo social más próximo el sábado pasado decidimos clausurar 2006. Ya estábamos hartos –por lo menos, algunos de nosotros-. Así que nos planteamos que ya era hora de abrirle los brazos de par en par a 2007. Esa noche aprovechamos para inaugurar una hermosa casa en el centro de la ciudad, para mezclarnos un grupo de gente heterogéneo –no todo va a ser homo-, para reír, para ponernos un poco alegres a golpe de brindis con champán, para bailar, para criticar a algunas de esas que no conocíamos de nada y que miraban a nuestras amigas como si fueran a robarles el marido –lo que, de hecho, era cierto, sobre todo porque el marido en cuestión estaba deseando darse una buena sesión de tetas ajenas a cambio de una erección de ensueño-, para degustar un rico buffet frío preparado con mucho cariño, para bailotear una música que otros calificarán de horrible, pero que a mí me gusta: Mi gran noche, de Raphael; La chinita de Shanghai, de Vainica Doble, … Me parece importante darse la oportunidad de alterar la inercia de los acontecimientos para volverlos a nuestro favor, para darles la vuelta, para expresar que nos rebelamos a aceptar la vida como una apisonadora; no, señor: queremos vivir y vivir felices; asumimos las dificultades, los contratiempos y los riesgos, pero que no cuenten con nosotros para quedarnos encerrados en casa lamiéndonos nuestras heridas. Que no cuenten con nosotros para conformarnos con menos que la excelencia. Porque nos merecemos la excelencia, como dice mi amigo J. E invertiremos en esta búsqueda toda la energía que haga falta, llamando a las puertas que se pongan por delante hasta que por fin una de ellas se abra, una puerta de color en una fachada blanca con el interior del marco pintado de azul intenso, una puerta que nos reserva un paisaje que espera que lo descubramos solo nosotros. Entregaremos el corazón otra vez, tendremos taquicardias y nos lo volverán a romper, pero lo importante es estar convencidos de que no nos conformaremos con un corazón roto: tenemos que recomponerlo, como un arqueólogo que logra ordenar por fin todas las teselas de un mosaico romano. Quizá con este nuevo corazón reconstruido tengamos que arrastrar un dolor sordo crónico, pero eso no impedirá que siga latiendo y bombeando emociones, queriendo encontrar un alma gemela, otro corazón quizá igualmente lleno de cicatrices. Y ambos corazones serán más verdad que cualquier corazón impoluto envuelto en papel celofán (o enmarcado por impecables lápices afilados). Como regalo, os hablaré de una canción: É isso aí, de Seu Jorge y Ana Carolina. Para quienes no los conozcan, se trata de dos cantantes cariocas, que hacen aquí una versión en portugués del tema principal de la película Closer, interpretado por Damien Rice: The Blower’s daughter, una hermosa canción también. De hecho, Closer sigue siendo desde que la vi una de esas pelis a la que vuelves con frecuencia, por una razón o por otra. Tengo ganas de volver a verla. Podéis ver un vídeo de la canción de la que os hablo en esta dirección: http://www.youtube.com/watch?v=CjmLI0VyLmM ¡Disfrutadla! Y disfrutadme a mí, porque pienso volver. ¡Feliz 2007!

sábado, septiembre 02, 2006

Despedida y cierre

Pues sí: ha llegado la hora de poner fin, sin vacilación, a esta agonía. Tengo la intención de volver, claro, con otra mirada en algunos casos, más tranquilo; querré hablar de otras cosas también, aunque no pueda sustraerme a criticar a esa gente -mi vecina, sin ir más lejos- que tiene la incapacidad absoluta para disfrutar de cualquier cosa -y creo que eso va más allá del yugo de la moral judeo-cristiana- porque me resulta agotador. Ayer coincidí con ella en el portal; me contó que había comprado un piso, en bastantes buenas condiciones para como está el patio. Bueno, pues fue incapaz de manifestar el menor signo de alegría. Como en cualquier circunstancia, por otro lado. A cualquier argumento ventajoso que yo adujera, ella, cuando lo escuchaba, respondía con un mohín. Chica, quizá puedes leer Muertes de perro, de Francisco Ayala. Quizá te dé alguna idea. O basta con que abras el periódico: de Haití a Líbano, pasando por Sudán, tienen un montón de razones para quejarse. Por otro lado, ya hemos entrado en septiembre, que es mi mes favorito, con diferencia. Como acabamos de inaugurarlo -estoy de inauguraciones últimamente- mi principal propósito es convertirlo en especial. Y promete. Antes de despedirme y cerrar, quiero enviar mi mejor abrazo a mis lectores, especialmente a María de Rumania, a Tacón Amargo, a Manuel, al Dr. Said y a Ghallufeiro. Gracias por haber pasado por aquí. En cuanto termine de instalarme, espero recuperar la lectura de vuestras bitácoras. Y que volvamos a reencontrarnos. Hay veces que los duendes también mueren. Yo espero que solo estén de viaje. Y que regresen, aunque tarden como Ulises. Cortinilla de cierre y carta de ajuste.

sábado, julio 29, 2006

Descalzo por la Gran Vía

Sí, queridos míos, estoy perdido. Tengo 30 años por delante para pagar una bonita hipoteca, y lo más inmediato es buscar muebles de cartón-piedra, atrezzo general, para vestir paredes y suelo. Y tengo que buscar inquilinos, si quiero seguir llevando zapatos. Bueno, por el momento, me bastaría con poder seguir llevando chanclas. Ayer, al volver de una suave noche de farra, en la que me encontré a ese tipo de gente que responde a la pregunta de Eric Berne: ¿Qué dice Vd. después de decir hola? con una frase que es todo elegancia: “Tío, es que a mí se me está poniendo dura”, rompí el enganche de una de las chanclas. No había otra opción que quitárselas, ponerlas debajo del brazo y recorrer la Gran Vía descalzo por el no-parque. Afortunadamente llegamos al coche sin accidentes y me dejaron a la puerta de casa vivo pero con los pies tan negros que a De Gaulle le habrían dado ganas de olvidarme en Argelia. En todo este tiempo de silencio, mi vida se ha visto coloreada fundamentalmente por toda la gama de los grises, desde el gris rata al gris peltre, pasando por el gris zarigüeya, el gris ceniza o el gris perla. Pero también ha habido momentos de color, paseos encantadores por La Alhambra, tardes en sus jardines en los que no había nadie –solos Zola y yo-; llamadas de los amigos que me anuncian viajes a Zanzíbar –en unos días repondré mi especiario-, Italia o, más por casa, Marbeille; tengo nuevos libros que me esperan, entre ellos el último de Paul Auster; he recibido una preciosa colección de tarjetas que me cuentan un viaje por Turquía, y los pequeños de la casa me han planteado preguntas que nunca más seré capaz de plantear, por su pertinencia, su espontaneidad y su economía de lenguaje. Hay montones de historias que lamentar; la más grave, la nueva guerra, ya sin paripés de ningún tipo, en el Líbano; la sequía y la ausencia total de conciencia en España para un consumo responsable del agua (en mi terruño, en cuanto sabes sumar un euro y otro euro, te construyes una piscina en la casa que has diseñado tú mismo con un gusto solo comparable al del estilismo que llevas; ver a esa gente en bañador mientras se desplazan para comprar un pollo asado en la plaza es claramente una imagen inequívoca del Apocalipsis); campos de golf en semidesiertos; corrupción económica, fiebre desaforada por el ladrillo y en general por la especulación inmobiliaria, que se está cargando el litoral y las vegas –yo no sé para qué sirven las cárceles-; y mucho más. Pero al final de todo, cuando crees que vas a ahogarte esta vez sin remisión, tu familia te sorprende hablando el mismo lenguaje, y no das crédito. Como es una familia de ciertas dimensiones, hay algunos riesgos de nubarrones si no eres capaz de poner las cosas en su sitio, con dos frases bien dichas. Pero pesa más el sentido común, y bueno, ya sobrevivirás. ¡Feliz fin de semana!

jueves, junio 08, 2006

Cuestión de click

Ya me lo habían advertido, pero ahora he tenido ocasión de comprobarlo en carne propia. Y además por segunda vez: los móviles tienen una duración estricta de 365 días. A los 365 días -ni medio más- se acochinan en tablas y tienes que comprarte otro. Bueno, también puedes aprovechar para entregarlo definitivamente y que lo reciclen, y olvidarte para siempre de renovarlo, como dicen en la publicidad y en las tiendas infernales de telefonía. Pero comprendo que es bastante difícil una vez que has caído en las redes del móvil y has dado tu número aquí y allá. No obstante, todavía no he perdido la esperanza de lograr un día desembarazarme de él. Las tiendas de telefonía me horrorizan, me espantan con sus colores chillones y una publicidad burda, sin el menor signo de elegancia. Además, no entiendo lo que me cuentan los vendedores, la retahíla envolvente de condiciones para pagar una miseria por hablar tres horas con Azerbaiján, eso sí, en horarios establecidos: - De dos a cinco de la madrugada, hora de España. - Es que, de mis conocidos, ninguno trabaja en plantas petrolíferas, ni en Azerbaiján ni en ningún otro sitio punto del planeta. Yo solo quería un móvil barato y sencillo de manejar. - (...) - No: ni vídeo, ni cámara, ni diseños especialmente ergonómicos, ni GPS. - Pero (...) - No, tampoco; en absoluto. Lo más sencillo. Y, si puede ser, que me dure más de un año. - Me temo que eso es difícil. Total, que he pagado 8 euros por un modelo absurdo del que todavía tengo que aprender el funcionamiento, y tengo un año para ello. Para empezar, la clavija del cargador tiene que hacer click para que funcione. "Una cuestión de click", me ha dicho el vendedor cuando he vuelto esta mañana a terreno enemigo para darle la queja porque la pantalla de mi móvil decía taxativamente: "Imposible (de) recargar". "Se me olvidó decírselo ayer, con el jaleo". Pues vaya, qué bien. El jaleo al que se refiere consistía básicamente en lo siguiente. Vendedor y ayudante, es decir, padre e hijo, ambos encantadores, atendían a dos clientes, a saber, un policía municipal en acto de servicio y un agricultor campechano con un serio dilema, al margen de su tractor: "¿Me llevo un móvil nuevo por 16 euros o cambio por 20 la batería de mi Noika de toda la vida, que no me ha dado nunca problemas?" El joven vendedor le explicaba por activa y por pasiva refleja todas las ventajas y (ninguna de las) desventajas de todos los modelos por los que el cliente había mostrado el menor signo de interés. Como ambos hablaban para toda la concurrencia, a mí no me quedaba más remedio que seguir el curso de sus reflexiones: - Agricultor (al joven vendedor, pero también al resto del público): ¡Qué alegría entender! - Policía: Estamos en un siglo en el que hay que saber de todo. - Vendedor mayor: Digo - Agricultor: De todas formas, como lo antiguo no hay nada. - Policía: Pero llévese el nuevo y así estrena. Ahora resulta que un móvil se puede catalogar dentro de "Lo Antiguo", y que podemos vivir casi tantos siglos como nos dé la gana. ¡Por Dios, qué pereza! Cuando el señor agricultor se decidió por su nuevo móvil -menos solera que su viejo Noika- yo me equivoqué de parte a parte al creer que me atenderían a mí. Se trataba de un cliente satisfecho de su condición de cliente y estaba dispuesto a ejercerla de la A a la Z. Ahora le pedía al joven vendedor que le configurara algunas funciones. - ¿Pero qué timbre le pongo? - A mí me lo tienes que poner al máximo volumen porque si no, no me entero cuando estoy en lo alto del tractor. Y a todo volumen tuvimos que tragarnos la prácticamente infinita variedad de timbres que el señor agricultor iba descartando, intercalando alguna que otra reflexión: - Este parece redoble de muerto. - Este parece un gato en celo. - Este chirría como unos cojinetes... De vez en cuando, el joven vendedor me hacía alguna pregunta, pero yo no podía responderle porque enseguida venía otro timbrazo del agricultor-del-móvil-nuevo. - Este no me gusta... Hasta que por fin uno de ellos sí le gustó. Pagó y se fue. Cinco minutos más tarde también yo salía con un móvil nuevo.

sábado, mayo 27, 2006

Citas de la semana

Cuando decido descender al mundo real y relacionarme con los que dicen ser mis semejantes, casi siempre me toca regresar a mi refugio con los ojos como platos y, probablemente, con alguna cana más. No sé si me compensa.
1. Me dice una amiga, que lo sabe todo sobre las leyes y que, de hecho, se gana la vida con ellas en la mano, que sus clientes ya no se andan por las ramas y llaman al pan, pan y al vino, vino. Lo primero que se les viene a la tela del juicio, lo sueltan sin ambages y se quedan tan panchos. Así, por ejemplo, en cualquier momento de la fase de instrucción un cliente puede expresar un pensamiento, mitad deseo, mitad la-solución-que-no-llega: "Es que, claro, si mis suegros se murieran, todo sería mucho más fácil y no estaríamos aquí sentados".
2. Tomo ese medio infernal llamado autobús urbano: hace calor, tengo que atravesar la ciudad y no me apetece llegar a la magnífica terraza en la que voy a tomar unos vinos con dos cercos de sudor que se van a cargar mi ducha y mi camisa. Los viajeros son inenarrables. Yo llevo un libro y abro la ventana de par en par. Detrás de mí se sientan una madre con mallas de ciclista color berenjena y su hijita de 8 años con el pelo recogido en una cola y con un minishort vaquero demasiado mini. Llevan una bolsa de chucherías que apestan a queso y a productos químicos. La niña grita como si le acabaran de arrancar de cuajo la cola: "¿Me quieres escuchar?" Me pierdo algunas frases y luego capto una réplica maternal: "Eso no me gusta... Paula no tiene por qué obligarte a elegir. Ya sabes que es muy posesiva... Eso es una neura que le ha dado. La próxima vez le puedes decir: No sé por qué ahora quieres jugar conmigo si luego te vas con Natalia". Delante una jovenzuela mastica chicle y habla por teléfono prácticamente como si estuviera sobreactuando para una felación.
Decido bajarme del autobús y derretirme por la calle si es preciso.
3. En la biblioteca más bonita de la ciudad, en unas frescas escaleras renacentistas, una chica de aspecto alternativo intenta encontrar la postura más cómoda para una rápida aproximación tijeril con una amiga: tiene una pierna enlazada a la cintura de su víctima, y la otra en el hombro. O algo parecido. Yo paso junto a ellas y me quedo con esta frase: "¿Sientes que te absorbo de alguna manera?".
4. Por último, una autocita. Paso la velada de ayer en una fiesta de cumpleaños, en el patio de la casa de la cumplidora. La música -bastante anodina- no está alta en absoluto, pero indudablemente se tiene que notar. Alguien plantea si estaremos molestando a los vecinos. Yo respondo: "No creo. Si a la gente no le molesta cómo van vestidos los demás por la calle, no creo que les moleste tampoco esta musiquilla".

sábado, mayo 20, 2006

A MADRID. Con amor.

Hace mucho tiempo que no he vuelto a Madrid. En realidad, no quiero volver. No quiero volver en estas condiciones (además de que ahora no podría permitírmelo). Pero nada de lo que tiene que ver con Madrid me es ajeno, porque he vivido allí durante 10 años y no me entiendo sin esta ciudad –bueno, quiero decir que me entendería aún menos. Madrid nos es más o menos familiar a todos los españoles porque casi todos tenemos nuestros primos de Madrid. Además, no son pocas las veces en que tienes que desplazarte allí para hacer un examen o para otro tipo de formalidad. Y también aquí, como en Francia, lo que ocurre fuera de la capital parece que no existe. (Y no es ni mucho menos verdad). Pero yo, además, he respirado Madrid. La he pateado de arriba abajo, en todos los sentidos y a cualquier hora del día y sobre todo de la noche. He reído y he llorado por sus calles. He ligado, sobre todo en la Gran Vía, y me he perdido en la marea humana de manifestaciones de variada naturaleza. A pesar de ello, creo que no es una ciudad que conozca bien: todavía guarda muchos secretos para mí. Pero me sé de memoria el triángulo que necesitaba para vivir Madrid. Ciudad Universitaria-Retiro-Paseo de la Florida. Todo lo que necesitaba lo encontraba dentro y a todos los sitios podía acceder a pie. ¡Me encantaba tener cualquier excusa para pasear por Madrid, para alterar el trayecto de vuelta a casa o para pasar (un millón y) una vez más por la Gran Vía, una calle familiar que me fascina! Ya han pasado cuatro años desde que no vivo allí, y me dicen los amigos que la ciudad que yo adoro –y que sigo recuperando en el cine rodado en aquellos años y antes- ya no existe. Madrid, según algunos, es ahora mismo una ciudad invivible, una tortura, un caos circulatorio permanente y una piqueta que taladra el suelo sin misericordia. En algunos tramos del cinturón que llamaban autopista -o M-30- hay un agujero tan grande como si hubiera caído una bomba, y multitud de calles del centro están levantadas con el pretexto de realizar modernísimos intercambiadores de transporte público. (Aquí cada cual puede añadir las iniciales de las empresas que están sacando tajada de este megalómano proyecto de transformación del perfil madrileño). Cuando yo vivía allí esta furia urbanística no existía –o se notaba mucho menos-. Lo que sí existía era la fiebre inmobiliaria que sigue asolando a España en todas las direcciones. Recuerdo que le propuse a un amigo fotógrafo elaborar un libro sobre El Madrid más feo. Porque Madrid tiene barrios y edificios por los que habría que meter en la cárcel –por ser suaves- a más de un arquitecto y a más de un politicucho. Hay partes de la ciudad que son irrecuperables: no tienen solución -viable- posible. Habíamos pensado irnos con el coche de vez en cuando y tomar fotos y notas para mostrar ese otro Madrid. Quizá lo hagamos algún día. Pero de todas formas, esa no es la ciudad que queda en mi memoria y en mi corazón –aunque aparece en películas que siempre me acompañan como ¿Qué he hecho yo para merecer esto? –el barrio de la Concepción- o El cielo abierto- Carabanchel-. La ciudad que a mí me acompaña tiene la fachada del Edificio Gargallo de Plaza de España. Era mi barrio y pasaba casi a diario delante ella. En ese edificio también vivían las hermanas Marina y Lola en Átame. En realidad, podría contar una parte de mi vida recorriendo los exteriores, en su mayoría madrileños, de las películas de Pedro Almodóvar. Pero solo destacaré la plaza del Cordón, de La ley del deseo. Almodóvar eligió el número 3 de esta plaza para colocar el piso de Pablo. Y en ella es donde acaba la película, con una máquina de escribir que estalla en un contenedor y la tensa espera de un montón de personajes en una noche veraniega, entre ellos, Tina, dolorida por fuera y sobre todo por dentro porque todos la han engañado, con el rímel corrido y con frío, también por fuera y por dentro. Por una vez en las películas de Almodóvar, la policía aparece con un papel positivo, y uno de sus agentes tiene la delicadeza de prestarle su cazadora al personaje más vulnerable de toda la película. Me parece un hermoso detalle de humanidad del que, probablemente, ni él mismo conoce el alcance. Cada vez que veo la película este detalle me conmueve y también me hace llorar. Las películas españolas en su gran mayoría están rodadas en Madrid. Es un hecho que debe de encerrar multitud de razones que lo justifiquen. De vez en cuando, algunos directores se largan a otros paisajes para recrear lejos el espíritu de Madrid, de hoy y de otras veces. Aducen que es más barato y que las (irritantes) trabas municipales apenas existen. Incluso en algunos casos añaden que llegan a ofrecerles todas las facilidades. Lo cierto es que Madrid como decorado fílmico e incluso como protagonista ahorra multitud de explicaciones que serían necesarias si la historia contada estuviera ambientada en otra latitud. Las últimas películas españolas que he visto -con retraso-, están, por supuesto, rodadas y ambientadas en Madrid: Piedras y La mirada violeta. Las dos me han gustado, cada una en su estilo. Para la sesión de Piedras recuperé Sagitario, también rodada en Madrid. Y tienen muchas conexiones. En realidad, tengo que calificar Piedras de pastiche, pero me sigue gustando a pesar de ello. Después de verla, he sentido por primera vez nostalgia de Madrid y ganas de volver a vivir allí una temporada. Recuerdo haberme tropezado alguna vez con el rodaje en la calle Valverde y en Plaza de España, esquina con la calle Reyes. Madrid está muy presente y muy reconocible en la película, y es el Madrid que yo viví cada día; casi se puede decir que es el personaje con mayor protagonismo. Comparte con Sagitario, además, la estructura de historias que se cruzan, aunque en Sagitario haya una historia claramente dominante. Y tres actores: Ángela Molina, Enrique Alcides y Manuel de Blas. Los diálogos son infinitamente mejores en Sagitario, no en vano está detrás de ellos Vicente Molina Foix. Por Sagitario siento devoción: no es fácil de degustar y tampoco es para todos los paladares. Pero para mí representa, además, la oportunidad de pasar casi dos horas con Ángela Molina, que aparece en casi todas las secuencias y está bellamente fotografiada. Bueno, está bellamente TODO. Y me encanta ver reflejada la amistad (por la amistad) en personajes maduros, en dos personajes cuarentones como Rosa y Jaime, algo que el cine no suele reflejar. En Piedras también hay amistad: Leire y Javier, por ejemplo. Una música preciosa de Pascal Gaigne. Una curiosa teoría sobre los zapatos, los pies y los podólogos, que hila las historias. Y terrazas, que es una de mis debilidades. La secuencia final de la película, cuando Leire le escribe a Javier una hermosa carta llena de vida y honestidad, está rodada en una terraza vecina a la mía, aunque tenía aún mejores vistas: la Casa de Campo, las cúpulas de la estación de Príncipe Pío, la cúpula seudobizantina de la iglesia de San José y Santa Teresa y el edificio España de Plaza de España. Casi nada. El Madrid que yo amo aparece, pues, muy bien reflejado. Por eso casi me da miedo volver. Porque me dicen algunos amigos que en estos años ese Madrid está destruido, que ha desaparecido y que es definitivamente irrecuperable. Pero luego escucho en la radio -en una entrevista que me descubrió a un personaje entrañable- a otra amante de Madrid, la poeta Elsa López, y sostiene que, después de todo lo que ha viajado, Madrid sigue siendo una de las ciudades más hermosas que conoce, que en Madrid la gente pasea todavía, y te miran y sonríen y te hablan. Y yo quiero creérmelo. Quiero creer que las ciudades son la gente –la mejor entre ella- y además que, para lo bueno y para lo malo, sobreviven –salvo catástrofe- a esa gente. A todos nosotros. A Madrid. Con amor.

miércoles, mayo 10, 2006

El descodificador

Se trata de la página que Javier Pérez de Albéniz, crítico de televisión, escribe en elmundo.es. (Siento no saber hacer hipervínculos).
Intento leerla siempre porque me parece muy divertida -aunque no lo suficiente como para que me entren ganas de ver la televisión. (Actualmente solo tengo una cita semanal con la teúve, como escribía Terenci Moix: los martes para ver Mujeres desesperadas. ¿Dónde ha ido a parar el fontanero, por Dios? Que vuelva). Y digo muy divertida sintiendo a la vez cómo se me hiela la sonrisa en la boca, porque el referente (nada) ilustrado de esas reflexiones sobre nuestra fauna catódica solo inspira desear volver al claustro materno, o a la caverna, o perderse, o volatilizarse, o ser abducido, o desaparecer. El texto del maestro Pérez de Albéniz de hoy se titula Chupapollas y creo que no tiene desperdicio. Juzguen ustedes mismos.

sábado, abril 29, 2006

Sentir o no sentir

Esa es la cuestión.
No voy a hacer aquí tampoco un repaso, punteando cada vez, del diccionario de sentimientos de José Antonio Marina. Aunque exhibicionista -si no, no hablaría tanto de mí en otros foros-, también tengo mi cuota de pudor. Solo quiero referirme al cine, una manifestación artística cada vez más en decadencia, a decir de Eduardo Mendoza, y cuyos inventores, los hermanos Lumière, merecerían un proceso penal póstumo -es lo que siempre dice por activa y por pasiva refleja, mi sabia amiga María de Rumania, hoy convaleciente: María, te necesito en plena forma ya. ¡Mejórate pronto!- por haber propiciado que generaciones enteras creamos que esas historias que vemos en la pantalla podríamos llegar a vivirlas un día. Sí, cuando las ranas críen pelo... Pues bien, a pesar de todo ello, sigo yendo al cine. Mucho menos que hace años, cuando vivía al lado de las salas que programaban las películas que a mí me interesaban, y después de cenar, dos o tres veces por semana, iba a ver títulos en VO como C'est quoi la vie, Cavale, Requiem for a dream, Solas, Magnolia, Fire, El cielo abierto o La veuve de St Pierre, por citar algunos. Llegó un momento de saturación en el que mezclaba las historias o los actores, y me di cuenta de que tenía que seleccionar más y de que la nacionalidad de una película -moldava, por ejemplo- no bastaba para convertirla en algo que mereciera la pena, por muy remota que fuese. Bueno, ahora, por variadas razones, voy muchísimo menos al cine. Ahora casi ningún estreno me produce una atracción irreprimible; no es un drama si me pierdo este título o el otro. Pero si por fin voy a ver la película quiero SENTIR. ¿Qué es sentir? Sentir es emocionarme, desear participar de lo que se cuenta, desear haber escrito el guión, creerme a los personajes, desear viajar a los decorados, querer conocer al compositor y a algún actor, tener ocasión de utilizar en mi vida alguna frase de los diálogos: "Quererte de este modo es un delito y estoy dispuesto a pagar por ello. Lo sabía ya cuando te abordé en la discoteca. Sabía que sería un precio muy alto, pero no me arrepiento" (La ley del deseo) Quiero que la película se quede en mí, me invada durante un tiempo. Quiero que me muestre otro mundo u otra mirada sobre este mundo. Quiero que me haga pensar en lo que yo no he pensado. Quiero que me haga sonreír, llorar, estremecerme en mi butaca, suspirar. ¿Es pedir mucho? Probablemente sí. Y últimamente me he llevado una calabaza detrás de otra. Iba a ver la película de turno, críticas entusiastas en mi círculo y en la prensa, candidaturas a los premios más importantes, Óscars incluidos, y yo salí indiferente. Crash me dejó completamente indiferente. Robert Altman lo había hecho antes y mucho mejor. No es una película que sonroje, claro, pero no aporta nada nuevo, nada que no supiéramos ya: la violencia en las grandes ciudades norteamericanas solo está a un tiro de piedra del glamour. ¿Que los actores están bien? Pues sí, es cierto. Pero no es suficiente. . Brokeback mountain está bien. Su director es alguien muy solvente que me emocionó con El banquete de bodas o La tormenta de hielo, entre otras. Es un hombre contenido, pero aquí me sobra tanta contención: quiero pasión, más riesgo, más entrega, más rage de vivre. No sé si me paso; no sé si para la historia que se cuenta en esa época -1963- y ese ambiente de machos ya supone bastante riesgo lo que Ang Lee presenta. En todo caso, no cubrió mis expectativas: yo quería más. El único momento de emoción que sentí fue en el primer momento de reencuentro de los protagonistas, tras cuatro años sin verse. Capote es interesante, pero no es excepcional. El trabajo de su actor es impecable, y hay algunas líneas de diálogo fantásticas. También la actriz Catherine Keener me gustó. Como en otros trabajos. Pero no me cuenta nada que no supiera ya por la biografía de Gerald Clarke. Yo quería más. El caso que más me entristece es Volver. Coincido con María de Rumania en que a este hombre yo ya no le pillo el ritmo ni con un tambor. Es otra película de la que he salido indiferente. Y me habría hecho tanta ilusión conectar de nuevo con Pedro Almodóvar... Las críticas en la prensa española han sido fantásticas. El público ha respondido y el film ha hecho una buena taquilla. En mi círculo hay quien dice que Volver se cuenta entre las mejores películas de su director. Me encantaría poder decir lo mismo, pero la película escapó de mí en cuanto salí de la sala. Se esfumó y ahora soy yo quien tiene que ir en su busca para poder decir algo de ella. He esperado 17 años para que Carmen Maura se reúna de nuevo con Pedro. Volver era mucho más que una película para mí, y supongo que esta historia de amor se ha terminado. Tengo que buscarme nuevos amantes que me hagan sentir, que es lo que quiero. Así que ayer me fui a la filmoteca en un intento desesperado de buscar emoción. Era un esfuerzo notable. La semana no ha sido fácil. La gente me parece horrenda en general, dentuda, vestida como para pegarles fuego, sin nada interesante que decir, bla, bla, bla. Estaba cansado y aún me quedaba trabajo por hacer. No tenía con quien ir y además tenía que andar a buen paso durante 35 minutos. Pero hacía una hermosa tarde y decidí ir. ¡Y cómo me alegré de volver a sentir en el cine! Vi Le temps qui reste, de François Ozon. Iba un poco escéptico porque las dos películas que he visto suyas no me han entusiasmado en absoluto. Pero está claro que soy alguien que da oportunidades. Y ayer no me defraudó. Es una película valiente; seguramente no es redonda, sin duda tiene trampas, pero es interesante y hay momentos de emoción, como cuando el protagonista charla en el coche con su padre, o cuando le pide a su ex que hagan el amor una vez más, la última, y el ex no accede. Por ejemplo. No es una película para todos los públicos, pero le agradezco a Ozon que la haya escrito y filmado, y también a Melvil Poupaud que la haya protagonizado y que le haya dado equilibrio, encanto y profundidad a un personaje que podría haber sido muy desagradable. Llamé a una amiga nada más salir de la sala para decirle cuánto me había gustado, y regresé a casa. No suele llover mucho por aquí, pero ayer de pronto se oscureció el cielo y empezó a llover. Podía haber resguardado en cualquier bar y haber leído un rato -Plegarias atendidas-, pero preferí mojarme: no quería dejar sentir algo más. Pasaba por delante de gente que aguardaba bajo las cornisas y que no se ahorraban comentarios. Llegué chorreando. Tomé una ducha y un chocolate. Y quedé como nuevo. Después de tantas decepciones con las últimas películas, El tiempo que queda me ha demostrado que no he perdido la pasión por el cine. Lo único que quiero es sentir. Esa es la cuestión.

martes, abril 25, 2006

Charada

Hay días en que quizá uno haría bien con no salir de la cama. Hoy es uno de ellos. Suena el despertador, lo apagas y te das media vuelta. Cuando te despiertas de nuevo, con buen apetito, entonces te levantas por fin. Pones música: Hoy puede ser un gran día, de Joan Manuel Serrat. Aunque no creas mucho en ello, te anima. Haces el café y pones una tostada. Aceite, tomate y un diente de ajo. Y luego suena ese disco de versiones: Paroles, paroles por Alain Delon y Dalida y por Mina y Alberto Luppo. Y Fais-moi une place, por Julien Clerc y por Françoise Hardy. Y El que no llora no ama, por Simone y por Manzanita. Y Octobre por Francis Cabrel y por Luz Casal… Sin prisas. Tomas una ducha. Abres la puerta, después de comprobar que no hay nadie a la vista, y recoges por fin el periódico. Haces la cama, cierras la ventana y te vuelves a acostar. Pero para leer. El sol llega a los pies de tu cama. Hoy no vas a salir de casa en todo el día. Hoy revisarás la traducción de los poemas de Dorothy Parker. En la cama. Y no responderás al teléfono. Echarás un vistazo al periódico. Un artículo de Gil Calvo sobre el gran problema de nuestro país: la burbuja y la especulación inmobiliarias. Bin Laden dando la lata sobre las caricaturas y la necesidad de una cruzada a la inversa. Chico, me produce bostezos. El príncipe Guillermo de Windsor, que vendería su reino por una cabellera como dios manda. Florinda Chico, que cumple 80 años, pero probablemente supere los 100 kilos. Una publicidad de Viajes Crisol, con una tal Lola Muñoz dando la cara, sin pudor: es como para que te entren ganas de no bajarte de la bici en lo que te queda de vida. Y eso que en publicidad estamos bastante bien colocados. Los cursos de verano de varias universidades. Carmen Thyssen versus Gallardón: no me toques el paseo del Prado. El Psoe celebra sus dos años de gobierno y para ello Magdalena Álvarez, la ministra que se ocupa de acabar con la ortofonía en los mercados de abastos, se embute unos pantalones vaqueros que a una postadolescente adicta al McPollo le deben de quedar divinos. No me extraña que Carmen Calvo no se haya arrimado a ella. Encontramos un reportaje sobre la inmigración sahariana en Canarias. El mapa que aparece me viene fenomenal para aprender las fronteras de toda la región. Julián Álvarez, del PA, dice que a Andalucía “nación” le interesa. Pues mira qué bien. El Casino de Marbella, con la que tiene encima, sigue apostando por el marisco gallego, al que le dedica toda una semana, del 25 de abril al 1 de mayo. Como estamos a lunes, las páginas dedicadas a los deportes suman exactamente 20. El sábado 29 hay partido de balonmano, recopa, vuelta de la final entre el Chekhov de Rusia y el Valladolid. En TV, en Versión española, pasan Calle Mayor. Desde ya decides que no la verás otra vez. Es una pena que Juan Antonio Bardem no pudiera llevar a cabo su proyecto de Regreso a la calle Mayor, pero tu cuota de solidaridad hoy está ya agotada. Antes de empezar prácticamente el día. Pero lo que sí vas a ver es Charada. Con Charada no te planteas ni intentar vencer la tentación. Stanley Donen, Audrey Hepburn y Cary Grant: es la gente con la que te gustaría cruzarte en la calle. En lugar de estar obligado a perseguir a un inquieto funcionario durante dos días para que te explique qué significa la carta que has recibido en la que te reclaman una serie de documentos que ya obran en poder de la administración desde hace tiempo. Pero el señor, después de volver de desayunar y de haberte obligado a esperarlo durante otra media hora, te atiende en la puerta del despacho porque tiene mucha prisa: “Operan a mi madre dentro de media hora” - Espero entonces que le haya sentado bien el desayuno. Podría haber desayunado en compañía de su madre. Se podía haber pedido el día libre. En fin, caballero, su vida no me interesa en absoluto: no le pagan para que me la cuente, sino para que me aclare qué significa esta carta. En la cama se está bien y no hay que cruzarse con semejantes ratas. Tampoco te tienes que topar con esos parientes que en las fotos, calladitos, pueden resultar incluso agradables. Pero al natural y según qué días, distan mucho inspirarte algo parecido a sentir ganas de tomar un café con ellos. Antes preferirías pasar un fin de semana con un ayatolah. Bueno, por el momento sigues con Dorothy. La verdad es que la traducción suena a todo menos a poesía: a requerimiento del juzgado, a carta del banco, a receta de cocina, a redacción de niño en la edad del pavo… Pones la radio y solo te entran ganas de quemar todas las cadenas, y particularmente Canal Sur, amenazando al personal con no dejarlos salir si no prometen dedicarse a otra cosa: herreros, cultivadores de tabaco o presidentes de una hermandad. ¿Quién ha diseñado a esa gente? ¿Por qué hablan así? ¿No saben que si no tienen nada que decir no hay ninguna razón para que hablen? Y así va pasando el día. Llaman por teléfono, pero no reconoces el número y no lo coges. Llama una parte de la familia, pero en realidad no tienes un mundo interior tan rico como para volver a mantener una conversación que no te haya dado tiempo a ensayar, solo 24 horas después de la anterior. Comes, los restos de un arroz de verduras que te curraste ayer. ¡Humm, qué bueno! Casi está más bueno que ayer: alcachofas, zanahorias, espárragos, judías verdes y gambas. Bueno, mientras comes es agradable escuchar un buen programa de RNE, la recreación de una entrevista a Miguel de Cervantes. ¡Qué voz tiene Alejandro Alcalde! Sigues traduciendo. Ves pasar a gente por la plaza: qué gente tan horrenda. Es más saludable no mirar. ¡Qué bien que no tengas que salir! Tomas café y un chupito de amaretto. Escuchas un disco de bossa nova. Vences la tentación de llamar a ese chico que primero se acerca y luego se va sin que sepas realmente qué ha pasado. Pues nada, hombre, tienes vía libre. ¡Adelante! Pero no puedes evitar pensar en él. Ni sentir un ligero escalofrío cuando lo ves alejarse, sin que él te haya visto. “No hay memoria a la que el tiempo no acabe ni dolor que la muerte no consuma”. Lo dijo Cervantes, pero lo podría haber dicho Séneca. También dijo que no echaría ningún libro a la hoguera porque de todos se puede aprender algo. En eso no estoy de acuerdo; probablemente si Miguel viviera hoy, coetáneo de Lucía Etxebarría y de Paolo Coelho, no se atrevería a decir lo mismo. Es más: probablemente habría con gusto participado en otra cruzada contra esos impostores (y muchos otros, que son legión). Y así pasas el día. El teléfono vuelve a sonar. No me levantaría a cogerlo ni aunque fuera el Papa -sobre todo si fuera el Papa actual: es la primera vez que veo un teutón remilgado hasta el paroxismo. Pones la radio otra vez y sale un señor que te produce primero ganas de matarlo y luego ganas de llorar. Canta una canción titulada Opa, voy a hacer un corral. Cuando logras reaccionar, comprendes que estás frente a la decadencia real de la civilización occidental. Ben, no necesitas ninguna cruzada; nosotros nos hundimos solos. Comprendes que este verano no se oirá otra cosa. Lo cantarán tus sobrinos, hablarán de ello mientras compras el pan, irás a un bar y lo pondrán o harás un viaje y el conductor lo amenizará sin pudor con toooooooodo el disco. Pero por fin llegan Cary Grant y Audrey Hepburn. Quizá haya un giro, un choque de partículas lo suficientemente importante como para que este mundo descarrile por algún sitio, y surja gente como ellos y como Stanley Donen. ¿Qué habrías hecho hoy sin ellos? Sin el baile de la naranja, sin la ducha que toma Cary Grant vestido, sin esa elegancia mezclada con ironía e inocencia de Audrey Hepburn, sin esos diálogos, sin París, sin la música de Henry Mancini. Has hecho bien en quedarte en casa. Mañana será otro día, y entonces probablemente Serrat lleve razón.

jueves, marzo 09, 2006

Gloria

TODAVÍA... (de Gloria Fuertes) Todavía hay gente que al viento le llama céfiro, y hay quien a lo cursi lo llama poesía, y a la Poesía, locura. Todavía hay quien canta a la luna. ¡Yo canto a los hombres de la luna! A los arrabales de la luna, a los ríos de leche de la luna; pero todavía hay gente que se asusta, se asusta cuando una mujer se pone las botas para pisar mejor el barro, se asustan porque somos listos, porque Dios está con nosotros; ven que nos quemamos y no comprenden las llamas; porque componemos canciones previsoras y al avisar gritamos; porque en nuestros versos no hablamos de lo que siempre se habló en los versos: las olas, la boca, los pájaros. ¿Quién dice que en nuestros versos no hay pájaros? ¿Qué son estos gritos si no aves heridas? No amar lo caduco, lo seco, lo blando. ¡Los poetas amamos a la sangre! A la sangre encerrada en la botella del cuerpo, no a la sangre derramada por los campos, ni a la sangre derramada por los celos, por los jueces, por los guerreros; amamos a la sangre derramada en el cuerpo, a la sangre feliz que ríe por las venas, a la sangre que baila cuando damos un beso. Cantamos al amor. A lo fresco. A lo puro. ¡Estamos hartos de cuentos! ¡Y que aprendan los ñoños que el viento es el viento! Y que cuando se ama, se ama, y que sólo es pecado el mal comportamiento. He recibido hoy este poema de Gloria Fuertes y me he acordado de una vieja entrevista que le hizo Vicente Molina Foix para su libro La Edad de Oro, publicado en 1997. En esa altura Gloria tenía 80 lúcidos y lucidos años y declaraba: "Siete amores he tenido y todos excepto aquel de Manolo el chuleta de la FAI me han salido por mi poesía. Parece que quien me lee me quiere. Pero he sufrido mucho de amores; y ahora no. Así se lo digo a ellas mismas, a esas siete grandes personas amadas de mi vida, a las que les dedico un poema reciente: Me hicisteis faenas (y yo no era un toro). Me pusisteis cuernos (y yo no era un toro). El poema sigue, y las enumero, pero con iniciales. No voy a decir nombres. Lo he llamado Carta a los que me dejaron de querer. Ahora estoy sola y sigo siendo cabra loca: a ningún rebaño pertenezco. Pero la próxima espina, si surge, me va a doler menos. A mi edad sigo amando, pero me freno. Ahora mismo hay alguien en mi vida, "no digo nombres", pero es un imposible. Esa persona sabe que la quiero, pero a lo mejor el problema es que yo no estoy bien cicatrizada y no puedo amar como antes. El amor es hermoso y difícil, pero los amores difíciles ... son terribles. Lo que pasa es que el destino nos hace querer lo imposible" (pp. 147-148).

sábado, marzo 04, 2006

Mundo paralelo

Por mi formación, por mi profesión y por los medios que tengo a mi alcance, debería estar perfectamente informado de todo lo que ocurre a mi alrededor. Pues no: a pesar mío, tengo que reconocer que no es en absoluto así. Al contrario. Cada vez la vida en general se complica más, y todos sabemos que hay sobreinformación y que este superávit de datos, de titulares, de crónicas, de citas extraídas capciosamente, lejos de informarnos, nos desinforma. Por lo menos a mí. Para superar esta perversa dimensión de la información y de nuestro tiempo, hay que tener una sólida formación intelectual, una mirada muy crítica sobre lo que nos rodea y una energía imbatible. Y yo carezco de las tres cosas: no estoy dotado para el pensamiento abstracto, intento comprender a todo el mundo y me lo creo casi todo, y la mayoría de las cosas que observo me produce muchísima pereza. Frente a todo ello, tendré que tomar alguna determinación. Pero además, y sobre todo, yo no soy NADA competitivo. NADA competitivo. Esta es una palabra que podrían eliminar del diccionario… Si no fuera porque en general el resto del mundo sí lo es. ¡Y cómo! Yo no quiero salir a la calle a pelearme con nadie. Por nada. No me interesa darme de tortas ni por una entrada para el concierto de Sting –Sting, dondequiera que estés, me encantaría tener tu careto-, ni por una VPO-Maritoñi Trujillo; no me interesa el trapicheo general en las plazas para según qué oposiciones o para otros trabajos que me encantaría asumir –como programar los ciclos que proyecta la nueva filmoteca de mi ciudad-; nunca me pelearía ni por un tío ni por unos Camper de rebajas. No me interesa ganar nada en esas condiciones. Me parece de un gusto execrable. Claro que así me luce el pelo y la piel de serpiente –de botas, cinturón y bolso a juego-. La suerte es que soy alguien que necesita muy pocas cosas. Por eso prefiero no hablar de la publicidad. La publicidad no pertenece en absoluto mi mundo. No necesito nada de lo que se anuncia. Y mucho menos en el momento en que se anuncia. Cierto es que estoy suspirando por el sobre-anunciado film de Almodóvar, y que el inteligente manejo de la publicidad por parte de su director tiene bastante que ver. Pero en este caso es obvio que no se trata solo de publicidad: hay muchas otras razones. Me pasa igual con Capote, por ejemplo: tengo intereses ajenos a cualquier campaña publicitaria. Pero lo que quería expresar es la constatación –que me deja, como siempre, en el peor lugar posible- de que en lugar de saber lo esencial sobre la convención del Partido Popular que se celebra estos días y en la que aprovechan para seguir jugando ese mal partido de tenis que ha entablado con el gobierno del Partido Socialista –y estos no juegan tampoco mejor, ni mucho menos-, pues directamente he zapeado y me he quedado con un titular mucho más plástico de un periódico local: “Una mujer arranca la lengua a su ex marido de un mordisco”. ¡Qué finos los dos! Son como para llevártelos a casa. El resto de la noticia, seguramente escrita por un juntaletras semianalfabeto, no me interesa. Porque con ese arranque me basta. En lugar leerme un par de páginas con detenimiento para enterarme de una vez de lo que significa una OPA hostil y de lo que supone para una economía como la nuestra -y sobre todo para la mía-, paso todo el bloque de Economía de golpe porque no me interesa ni Endesa, ni Gas Natural ni E.ON. Según Séneca, no hay cosas carentes de interés, sino hombres incapaces de interesarse por ellas. Aquí, si me perdonas, querido Lucio, discrepo contigo de parte a parte y creo que tu estoicismo patina. Cada vez estoy más convencido de que no solo hay cosas, sino también personas, carentes por completo de interés. Cero. Así que yo me paso a hojear una columna –por desgracia, sin ninguna ilustración: ¡habría sido demasiado bonita!- que cuenta el caso de un absurdo joven de 21 años que se olvida el CV en la casa que acaba de desvalijar. Y, claro, lo detienen en un decir Jesús. Solo faltaría que se les hubiera escapado. Por último, el paseo de Bush por Asia y su flirteo con la pareja de vecinos que viven espalda contra espalda formada por indios y pakistaníes, me deja casi indiferente. No me fío un pelo de ese fantoche. Y cada vez que lo veo, me lo imagino empinando el codo, rodando por la escalera y explicando luego que el accidente se ha debido a una galleta mezclada con un ataque de risa. Y eso me lleva directamente a otra historia absurda de la que se han ocupado algunos medios locales de los que no daré el nombre. Resulta que una estudiante de la ciudad quería enviarle a un amigo que está de Erasmus en Suecia una botella de whisky para su cumpleaños. Se dirige a una empresa que se ocupa de hacer este trabajo y sigue las instrucciones que le dan para enviar algo frágil y con líquido. Pues bien, el amigo, al parecer, ha tenido que celebrar el cumpleaños con una botella de agua de Lanjarón, que es lo que ha recibido. El periódico no dice si natural o con gas. Y tampoco si la amistad se ha fortalecido porque este incidente los unirá para siempre, o si por el contrario se ha resquebrajado.
Como siempre sostengo, me he equivocado de época y de lugar para nacer. Y la solución, dado que no puedo hacer chassss y aparecer a tu lado, no pasa por crearme este mundo paralelo y recrearme en él. Toda sugerencia es bienvenida. Gracias.

lunes, enero 30, 2006

Goyesco

Si hay un hombre en España que, además de hacerlo todo, cada mes de enero suspira por la entrega de los Premios Goya al mejor cine español del año precedente, ese soy yo. En mi círculo, además de por otras muchas digamos rarezas, este es uno de los motivos para que se me mire en cierto modo de través. Y yo lo comprendo. Entre mis conocidos, la mayoría manifiesta un claro desinterés ante semejante acontecimiento. Otros, los más abiertos ante este tipo de espectáculos, sienten un interés circunstancial, si hay amigos que han trabajado en alguna de las películas candidatas. O a veces porque han tenido una gran idea que podría salvar de la quema, al menos por un año, este escaparate de celebración de lo mejor de nuestra producción cinematográfica. Y entonces me llaman a mí para que les ayude a redondear esta idea, que parece magnífica y que me reservo porque esta mañana, a las 8, el primer sms que he recibido era justamente para proponerme, en vista del ladrillo de gala de ayer, que retomemos nuestro viejo proyecto antes de que nos roben todo su contenido. Y es que nuestro guión obra en poder de la Academia de Cine desde 2001, pero nadie, querida Marisa et al, se dignó nunca a respondernos, aunque solo fuera para rechazarlo. En otras épocas, veía entre 40 y 60 películas españolas al año. Así que pasaba los meses de octubre y noviembre haciendo mis quinielas de posibles candidatas. Y siempre me equivocaba: mis gustos nunca coinciden con los de los verdaderos académicos, entre los que está claro que funcionan mucho las camarillas: los partidarios de Trueba frente a los de Garci; los almodovarianos que se mueren por trabajar con Pedro, pero que luego pasan de votarlo, etc. Así que cada año unas cuantas de mis pelis favoritas, que no aparecían en ninguna candidatura, quedaban olvidadas para los restos. Nunca serán citadas en ningún reportaje, ni en ningún resumen del año o de la historia de la Academia. Insomnio, de Chus Gutiérrez, es por ejemplo una de ellas. Otra es El dedo en la llaga, de Alberto Lecchi. Luego, he tenido épocas en que he visto solo tres o cuatro películas españolas en un año –y recuerdo una vez que entre ellas se coló la inenarrable Noche de reyes, de Miguel Bardem, una de las peores películas que recuerdo-. En estos casos, me limitaba a votar las propuestas de la Academia, siguiendo criterios absolutamente subjetivos como “este ya tiene un par de Goyas”; “a este, o se lo dan este año o que se olvide de él porque le quedan dos telediarios”, o “esta chica es una joya, y ya muy bien vestida siempre”. De todas formas, cuando he visto todos los trabajos nominados, tampoco coincido con los académicos. Y bueno, ayer por fin llegó la gala que llevaba esperando al menos una semana. ¡Qué nervios! Ni que yo estuviera nominado, teniendo en cuenta que no soy ni actor, ni actriz, ni peluquero, ni mamá de la artista, ni productor, ni siquiera un mal pagado guionista. Tampoco soy académico. Pero lo vivo como un protagonista más. Me preparé unos aperitivos, cogí mi cuaderno, mi quiniela, mi radio para los cortes publicitarios y puse una luz suave. No me vestí con mis mejores galas porque era completamente absurdo, dado que me quedaba en casa solito. Pero lo habría hecho si me hubiera ido a cenar con una amiga que me propuso una soirée goyesca. La gala, salvo contadas ocasiones con nombre propio: Rosa María Sardá, es un auténtico ladrillo. No sabemos hacerla dinámica y entretenida. Son demasiados premios. Es muy difícil de coordinar a todos los presentadores que los entregan porque algunos han llegado al Palacio de Congresos del Ifema solo minutos antes. Pero sobre todo no se puede prever la intervención del ganador, que en algunos casos puede llegar a convertirse en una decena de ganadores sin el menor recato. Y como te toquen dos cuadrillas de esta ralea en una gala, no hay guionista que no salga escaldado. Fue lo que pasó ayer. Suele ocurrir en las categorías que menos interesan a nadie, los efectos especiales, los cortos –de animación, documental o de ficción, es igual: “Haced vuestros cortos y quedaos en vuestra cueva, a juzgar por el aspecto, pero, por el amor de Dios, no nos deis la brasa con una letanía de agradecimientos que aburre a las ovejas, quiero compartirlo con Fran, Panchi, Rebeca y María Aránzazu, de Peliculinis Templis. También se lo dedico a mis padres, a mi abuela Alfonsa, que me estará viendo desde la residencia y a mi novia, ¿Queeeeé? ¿Que tú tienes novia, con esa barriga, esa alopecia, esos dientes y esas gafas de fantasía? Vamos, hombre, y yo me he caído de un guindo. Y ahora llega otro: Pues como ha dicho mi compañero, bla, bla, bla, y además con todo el personal del bar El Cruce, a mis padres y a toda mi familia, que me soporta y que ha permitido que hiciera realidad mi sueño, ¿te refieres a mi sueño, al bostezo que me produces, a las ganas que tengo de darte un puntapié? Y todavía quedan tres asesinables… La ceremonia de ayer fue sobria, nostálgica y de autobombo, que es de lo que se trataba. Y aburrida. A mí me gustó ver los vídeos con todos esos momentos divertidos de Fernando Fernán-Gómez. Y desde luego fue una gran idea –de dudosa autoría, digámoslo de paso- concebir, al final de una escalinata, una pantalla sobre la que se proyectaban todos estos montajes y de la que salía, a través de una apertura vaginal, la actriz encargada de entregar el premio correspondiente. Pero el guión falló tanto como que quizás no existía. Concha Velasco, que siempre resulta un valor seguro y de quien yo soy tan fan, no parecía muy metida en la historia. Y Antonio Resines, que es un tío fantástico, parecía más bien a bordo de su moto. Y supongo que lo hicieron tan bien como pudieron hacerlo. Y detrás de todo esto esta una persona tan solvente como Fernando Méndez-Leite. Pero la ceremonia duró 250 minutos. Fue la más larga que cualquier edición precedente, atrajo a 2.297.000 espectadores, lo que supone solo un 18’7% de share, la cifra más baja en los últimos años (según informa elmundo.es). Fernando Méndez-Leite recomendó o exigió, según los casos, brevedad. Algunos escucharon y otros no solo no lo hicieron, sino que anunciaron que no lo iban a hacer. ¡Qué finos y qué monos ellos! Por su parte, el señor notario debe arreglar el asunto de la guerra de los sobres: el enésimo comentario de “Pues sí que es difícil abrir esto” no tiene gracia. No basta con saber firmar. Para entrar en faena, diré que la ministra del ramo me pareció una vez más una mamarracha en toda regla. Con ese traje de Ágatha para "apoyar la moda española" y que calificó de “romántico”, pues la verdad, sobran las palabras. Y luego cada vez que la encuadraban en la televisión parecía a punto de echarse una cabezada. Mire, yo soy un simple espectador y puedo echarme a dormir cuando me dé la gana. Pero Vd. acude como ministra y ya podría venir dormida de su casa. Y me da igual que la gala sea un pestiño o no. Por mí, como si es un concierto de Luis Cobos. Eso es lo que hay, y si no le gusta, se chuta lo que le dé la gana en el baño y pone cara de estar interesada. Me encantó volver a Carmelo Gómez, que tenía su Goya por Días contados, pero ya han pasado 10 años. Me encantó ver su película, El método, y me encantó escuchar que se lo dedicaba a la gran Pilar Miró. También me alegré especialmente de que Elvira Mínguez ganara por fin este premio: está fantástica en Tapas y ya era hora de que se le reconociera su buen trabajo siempre. Lo dedicó al público que sigue yendo a ver cine español, aunque a veces no sea bueno, y a todos los que cuentan las historias de mujeres de más de 40 que solo esperan que sean contadas. Otro de mis Goyas favoritos fue el de la Mejor Canción Original para Manu Chao por Me llaman Caye, de Princesas. El premio lo recogió la presidenta del Colectivo Hetairas, de apoyo a las prostitutas. Me congratulo del triunfo de Isabel Coixet, a quien le recomendaría un inmediato asesor de imagen: si tu cara no te gusta, ponte un casco, pero renuncia a ese flequillo, a esas greñas en las mejillas y a esas gafazas blancas. Y renuncia también a gestos que yo sea incapaz de identificar como de pánico, como los de hace dos años cuando ganó con Mi vida sin mí. Para mí la más guapa y espectacular fue Maribel Verdú –en vista de que no estaba Elena Anaya-, a quien le sienta muy bien desaparecer de vez en cuando una temporada. Presentó con el actor francés José García, de nuevo de rodaje en España. El más guapo, delgado y atractivo fue una vez más Eduardo Noriega (y su bigote). Carmen Maura acertó plenamente con su pantalón negro y su haut ajustado rojo intenso del letiziano Lorenzo Caprile. Apareció fantástica.. Formó pareja con su compañero de reparto en ¡Ay, Carmela!, un demacrado Andrés Pajares, claramente traicionado por su diseñista capilar. El tinte cobrizo debería de estar internacionalmente prohibido si todavía no lo está. La puertorriqueña Micaela Nevárez es monísima, pero el premio a la Mejor Actriz Revelación debería haber ido a parar a Isabel Ampudia, la única posibilidad de reflotar una interesante película titulada 15 días contigo. Óscar Jaenada al parecer borda a Camarón, pero me dio pena que el elegante y entrañable Manuel Alexandre se fuera a casa sin su Goya. Y me encantó Candela Peña, con su segundo Goya, y su bonita dedicatoria, una condensada declaración de amor a sus padres y un breve anecdotario que incluía la carta que le escribió de pequeña a la reina para que le enviara una foto del príncipe porque ella quería ser princesa. Y anoche lo fue: tenía su Goya por Princesas y tenía a su príncipe, el director Fernando León. Y yo, sin que nadie me dirigiera la palabra, viví algunos premios como si se los dieran a alguien cercano, alguien que fuera a compartirlos conmigo. Bueno, pues solo queda un año para una nueva decepción.

miércoles, enero 18, 2006

Ojoplático

1. Mi vecina del piso de abajo, una señora de 63 años adicta al ascensor y que siempre tiene algo que limpiar por dentro o por fuera de la mirilla de su puerta, me saluda cada vez que me ve bajar o subir por las escaleras: “¡Qué piernas, hijo mío! Dios te las conserve”. Un saludo que no admite, a todas luces, una variada gama de respuestas. La primera vez, que era de día, me limité a sonreír por un lapso de tiempo equivalente a tres zancadas. Pero cuando la penumbra oscurece la entrada o el rellano, mi mejor sonrisa no basta. Entonces me planteo varias opciones, pero a todo le encuentro inconvenientes: a. "¡Gracias!", queda prepotente. b. “Y que Vd. lo vea”, parece demasiada guasa. c. “Lo mismo le digo”, es claramente una ironía que no estoy dispuesto a emplear con una señora que por el momento solo se ha limitado a suspirar por saber con quién me acuesto y con quién me levanto, pero sin atreverse a plantear preguntas cruciales, tipo “¡Qué frío hace en esta ciudad. Yo es que el cero grados no lo quiero. Por cierto, pocas mujeres se ven salir de tu casa, y si no eres marica, un muchacho con tan buena planta como tú debe de estar rifadísimo. Vamos, digo yo…” -Señora, estamos en lo más crudo del crudo invierno, así que como comprenderá no es hora de que nos alegre a todos la vista exhibiendo esa colección de tops de fantasía que tiene. Por cierto, tampoco yo veo salir muchas mujeres de su casa. ¿Es que no ha descubierto todavía los secretos de una buena sesión de tijera? ¿O más bien es una cuestión de selección de varices? Vd. solo respeta la variz genética, la auténtica, la que viene con denominación de origen, y no la adquirida, que no es lo mismo. ¿Dónde va a parar? -Pero si yo solo estaba diciendo que este invierno hace mucho frío… -Sí, como yo, que solo estaba diciendo que para la hora de los tops todavía faltan algunos meses… 2. La clase es un tostón, un ladrillo insufrible, y está impartida por un personaje mitad Lauren Postigo, mitad rapsoda con sinusitis que dista mucho de entrar en mis preferencias. Cuando entra en éxtasis recitando a su manera, con sus haches aspiradas y todo lo demás, un soneto de Góngora, el silencio se palpa en un auditorio con una acústica endemoniada. Eso ocurre a los 20 minutos de iniciarse la clase, algo que coincide con el momento elegido por un infame personaje con la siguiente traza: 160 cms, una trenza rasta, variado atuendo hippy, colorinches, pantalones diseñados contraviniendo la más elemental norma del patronaje y una mochila de colores de la que cuelga un cascabel. Durante 3 minutos, lo que tarda en atravesar el auditorio, el soneto de Góngora se ve amenizado por el tintineo incesante de un cascabel. El sujeto en cuestión acaba por sentarse, completamente ajeno a los ojos como platos de parte de los que estamos reunidos allí.

viernes, enero 13, 2006

El jinete polaco

Supongo que es un error volver a los lugares en que uno ha sido feliz porque nunca van a repetirse las mismas circunstancias y uno se arriesga a resultar decepcionado. Supongo también que recurrir una y otra vez (“como decían los clásicos”) a las mismas fuentes de las que uno se nutre acaba por resultar empobrecedor porque uno se pierde otras muchas cosas. A menos que uno sea capaz de alguna manera de darle la vuelta. Ese es el paso que yo nunca sé dar, en general, y una y otra vez abro los mismos libros que me emocionaron o que me hicieron reír. Releo páginas sueltas de guiones de Woody Allen o de Pedro Almodóvar. O de Berlanga. O de Billy Wilder. O de obras de teatro de Lope de Vega o de Jardiel Poncela. (De hecho, he puesto en mi buzón que vivo con él: Vipère de Gabón – Enrique Jardiel Poncela). Entre los textos que me gustaría haber escrito está el final de El jinete polaco, que me emociona cada vez que lo leo. Recuerdo haberlo leído con una amiguita que ahora está en Texas, a las seis de la mañana, y haber acabado los dos con lágrimas en los ojos en el sofá. A raíz de este libro me convertí en seguidor de Antonio Muñoz Molina, y me leí casi todo lo que había publicado hasta entonces. Una mañana de domingo salí a sacar fotos de Madrid antes de que se levantara la gente, y me lo crucé mientras paseaba a sus perrillos. La verdad es que no pude evitar abordarlo –algo que afortunadamente ya he corregido- y contarle, le interesara o no, cuánto había disfrutado con su libro, que había leído años atrás. Y debió de halagarle la vanidad porque accedió sin la menor excusa a que lo entrevista para un periódico de provincias. A la semana siguiente me presenté en su casa –en la misma plaza en la que me lo había cruzado- con mi grabadora y mi batería de preguntas. Me dijo que no teníamos mucho tiempo, una media hora. Pero lo cierto es que empezamos a hablar y no acabamos hasta que Elvira Lindo se puso en jarras en la puerta del salón y dijo que ya era hora de comer. Le hice la entrevista, le enseñé unas fotos que había sacado de mi terruño, próximo al suyo, y él, por su parte, me regaló dedicado un librito muy divertido, Los misterios de Madrid, que recoge el mismo espíritu de la saga protagonizada por el detective-basura de Eduardo Mendoza, pero con sabor a cocido y no a escalibada. Sus últimas obras no las he leído. Un día empecé a tomarle manía (y a Elvira Lindo también: sus columnas me parecen atroces, pero afortunadamente no tengo que leerlas) porque sentía que había perdido su voz, que era otro funcionario más del grupo de comunicación en cuyos medios colaboraba, principalmente por escrito. No había libro o acto protagonizado por algún miembro del clan –Manuel Vicent, el tenor y baloncestista Juan Cruz, Juan Luis Cebrián…- que no presentara Muñoz Molina, cuyos libros a su vez eran presentados por sus compis. Y además todos los domingos escribía una página del suplemento dominical, sin perjuicio de otras colaboraciones en prensa de provincias. ¿Y además tenía que escribir buenas novelas? Pues francamente, eso ya era demasiado. Dicho esto, personas de cuyo criterio me fío me han hablado muy bien de dos de las novelas que no he leído, Plenilunio –que era la que estaba escribiendo cuando yo lo entrevisté- y Sefarad, así que caerán en un momento u otro. Ahora, Muñoz Molina dirige la sede del Instituto Cervantes en Nueva York. Yo no. ¡Qué envidia! No me cabe duda de que bajo su batuta la programación debe proponer actividades y ciclos interesantes. Me encantaría participar en ellas. Y vivir una temporada en Nueva York. En aquella entrevista le expliqué cuánto me había gustado el final de su libro, que les he copiado aquí abajo, y él me contó, entre otras cosas, que había una errata en ese texto: Siod debía haber aparecido como Soid, Dios al revés. Así que aquí lo he trascrito corregido. “Soy yo quien te habla, quien se acuerda de ti, yo el que despierta con el sol en los ojos y piensa que hoy mismo habrás venido, que ya aguardas aturdida de sueño en una sórdida estación de autobuses, vestida de viaje, con una cazadora negra, un pantalón ajustado y unas cortas botas puntiagudas, quien una hora antes de que llegues ya ha subido a esperarte, para evitar toda incertidumbre, comprueba el panel de horarios, interroga angustiosamente al empleado, te ve buscarlo tras la ventanilla del autobús que acaba de irrumpir en la estación con diez minutos imperdonables de retraso, tira el cigarrillo, le parece que el corazón se le ha alojado en el estómago, se adelanta hacia ti entre borrosos viajeros y al ver tu melena despeinada y la tranquila felicidad con que le sonríes al reconocerlo piensa, dice en voz baja, un segundo antes de que te abraces golosa y desesperadamente a él, como si rezara una letanía, Dog, Soid, Brausen, Elohim, quienquiera que no seas y dondequiera que no estés, señor de las bestias y de los gusanos, legislador de océanos y muchedumbres aniquiladas de hombres, dueño insensato de la ironía y de la destrucción y del azar, tú que la hiciste a la medida exacta de todos mis deseos, que modelaste su cara y sus manos y sus tobillos y la forma de sus pies, que me engendraste a mí y que me fuiste salvando día a día para que me hiciera hombre y la necesitara y la encontrara, que la llevaste una mañana a una hora precisa a un lugar de Madrid y luego me concediste el privilegio de que apareciera en la cafetería de un hotel de Nueva York, no permitas que ahora la pierda, que me envenene el miedo o la costumbre de la decepción, guárdala para mí igual que guardaste a sus mayores para que la trajeran al mundo y sembraste el coraje una noche de julio en el corazón atribulado de su padre y lo enviaste al destierro con el único propósito de que ella naciera para mí veinte años después, y si a pesar de todo me la vas a quitar, no permitas la lenta degradación ni la mentira, fulmíname en el primer minuto de rencor o de tedio, que me quede sin ella y sufra como un perro pero que no me degrade confortablemente a su lado, que no haya tregua ni consuelo ni vida futura para ninguno de los dos, que las manos se nos vuelvan ortigas y tengamos que mirarnos el uno al otro como dos figuras de cera con los ojos de cristal, pero si es posible, concédenos el privilegio de no saciarnos jamás, alúmbranos y ciéganos, dicta para nosotros un porvenir del que por primera vez en nuestras vidas ya no queramos desertar. Recuerdo lo que aún no he vivido, tengo miedo de ser plenamente quien soy, en el vestíbulo de la estación de Mágina un altavoz anuncia la llegada del autobús procedente de Madrid, abrevio el tiempo para estrechar ahora mismo tu cuerpo ávido y delgado, vienes hacia mí con una bolsa al hombro y una maleta en la mano, apareces delante de la cama en la habitación del hotel con el pelo suelto sobre los hombros desnudos, no me acuerdo de nada, no me he dado cuenta de que empezaba a anochecer, no sé si estoy contigo en Mágina, en Nueva York o en Madrid, dice Nadia, pero me da lo mismo, no sienten más que gratitud y deseo”. (El jinete polaco, pp. 570-571).

jueves, enero 05, 2006

¿Qué haría yo sin Stanley Donen?

Cuando el mundo se empeña en hacerse más y más feo –lo que ocurre casi a diario, con solo poner un pie en la calle y pasar, por ejemplo, delante del centro comercial que tengo enfrente de casa: quienes vienen a comprar desaforadamente ahí parecen personajes caracterizados que acaban de escapar del pasaje del terror; ¡Dios mío! ¿Quién los ha diseñado?-, me paro un momento y pienso en todo lo que merece la pena. Y entre todo ello –mi familia y otras muchas personas a las que quiero y que, afortunadamente, están aquí, cerca, a pesar del Gran Susto que nos llevamos la semana pasada; el valor de una carta que llega desde la otra orilla o esa llamada inesperada de alguien de quien guardas un hermoso recuerdo, pero al que probablemente ya no reconocerías- aparece también Stanley Donen. Stanley Donen es alguien a quien me gustaría conocer. O al menos estar cerca de él por unas horas. Y tengo que darme prisa porque en abril cumplirá 81 años. El año pasado vino a celebrar su cumpleaños en Barcelona. Al día siguiente se fue a Bilbao para ver el Guggenheim. Solo la revista Fotogramas dio cuenta de esta visita. Y en octubre pasado volvió como presidente del jurado de la sección oficial de la Mostra de Valencia Cinema del Mediterrani. Nuevamente nadie se tomó la molestia de aprovechar su presencia entre nosotros. Si en lugar de Stanley Donen se hubiera tratado de Malena Gracia, nos habrían metido sus tetas hasta en la sopa. Las televisiones bien podrían haber programado un miniciclo con sus películas más representativas, no digo ya una retrospectiva completa. Bueno, al menos yo sí he podido ver una retrospectiva suya. Fue en la Filmoteca de París, en el verano de 2003. Precisamente en París transcurren varias de sus películas. De alguna manera contribuí a que se programara este ciclo. (Bueno, eso quiero creer, porque me resulta mucho más divertido). Un día de verano, cuando salía con un amigo de ver una reposición de El beso de la mujer araña en un cine de St-Michel, se nos acercó un señor que parecía recién escapado de un incendio, y nos hizo una encuesta sobre nuestra cinefilia. Luego nos pidió el nombre de un director del que estaríamos interesados en seguir un ciclo. Mi amigo dijo Carlos Saura y yo, Stanley Donen. Y meses después leí en alguna revista que la filmoteca le dedicaba un ciclo bajo el título de Stanley Donen. Le prince de la comédie musicale. Todos sabemos que codirigió junto a Gene Kelly dos de los musicales más populares e innovadores, Un día en Nueva York (1949) y Cantando bajo la lluvia (1952), musicales que se caracterizan por una superación de las convenciones del género que lo hace evolucionar considerablemente: la coreografía se adapta al espacio real –Un día en Nueva York fue el primer musical rodado en decorados reales, en las calles de esa ciudad-, rechazo de trucos como el ballet soñado, que según Donen, ralentizaba la acción; integración de todos los elementos –música, canciones y baile- en la narración, sentido del detalle y aprovechamiento de los recursos cinematográficos –Fred Astaire bailando por las paredes y el techo en Bodas reales (1951)-. Donen aprovechó el sistema hollywoodiense de los estudios, que estaba en aquel momento en su apogeo. Trabajó bajo contrato para la MGM y estuvo respaldado por dos de los productores más brillantes de la edad de oro hollywoodiense: Arthur Freed y Roger Edens, y colaboró con los mejores guionistas, particularmente Betty Comden y Adolph Green. Hoy, Donen explica: “Los musicales han dejado de hacerse porque es imposible que se doblen las canciones y que suenen bien, y los estudios quieren ganar dinero de una forma radical. Quieren productos que se vendan en España y en cualquier parte del mundo. Te voy a matar, hijo de puta, es muy fácil de doblar. Lo que importa en la violencia física, no tanto la voz que lo dice o lo dobla. Hacer proyectos de calidad que lleguen a mucha gente es casi imposible”. Otra famosa comedia musical que dirigió en solitario, pero con menos medios –Donen lamentaba haber tenido que utilizar transparencias que remplazaban lo que debía haber sido un fondo nevado natural-, fue Siete novias para siete hermanos. El resto de su filmografía, hasta llegar a las 27 películas, la forman otros 8 musicales más, 13 comedias; Movie, movie, que participa de los dos géneros, más una historia disparatada de ciencia-ficción con una bellísima Farrah-Fawcett y un joven Harvey Keitel (Saturno 3 (1979), cuyo guión es de Martin Amis) y un sombrío drama titulado La escalera (1969), sobre la agitada y amarga decadencia de una vieja pareja homosexual. Uno de ellos es peluquero y se está quedando calvo. El otro es un actor de cuarta fila que teme que lo encarcelen por haber hecho de travesti. En un momento dado, una evangelista sostiene una pancarta en la calle que dice: “Jesús te ama”, y Richard Burton le responde: “Eso será a usted”. La sordidez de su mundo se acentúa con la presencia de la madre del primero. Cuando veo una de sus películas, me reconcilio con el mundo que me rodea. Al menos por un tiempo. Observo cómo se mueven Cary Grant y Audrey Hepburn en París, cómo van vestidos (Givenchy para Hepburn); escucho unos diálogos que quisiera aprenderme y tener ocasión de utilizar; me río con esas frases, y con la escena en la que Cary Grant se ducha vestido o aquella otra en la que baila con una señora gorda intentando atrapar una naranja sin utilizar las manos. Y me quedo boquiabierto con los créditos de Maurice Binder. Todo ello ocurre en Charada (1963), comedia de suspense. “Audrey y Cary son la expresión de la comedia. Nacieron para estar juntos en el cine. Pero me indignó que muchos dijeran que copiábamos a Hitchcock. ¿Es que el género le pertenecía? Fue difícil dejar de hacer musicales. Solo pude conseguirlo produciendo yo la película”. Además de a Hitchcock, la película homenajea a Gene Kelly, cuando Grant y Hepburn pasean por el Sena y ella dice: “Sería maravilloso si pudiéramos ser como Gene Kelly. ¿Recuerdas cuando él bailaba aquí al lado del río sin preocuparle nada el mundo en Un americano en París?” (De Charada existe un remake de 2003: The truth about Charlie, de Jonathan Demme, con MarkWahlberg y Thandie Newton. Y también Al diablo con el diablo (2000) , con Brendan Fraser, es una versión de Bedazzled (1967). No me atrevo a ver ninguna de ellas). Pero mi favorita es Dos en la carretera (1967), que ganó aquel año la Concha de Oro del Festival de San Sebastián, pero Donen solo acudió a recoger el premio hace unos años. Nuevamente encontramos unos créditos espectaculares de Maurice Binder. Y un minucioso montaje al servicio de la evolución emocional de los personajes y no del orden cronológico. “La idea principal era decir que el pasado estaba tan vivo como el presente, y en el film nunca sabías qué era el presente y qué el pasado dentro de un largo período de tiempo. En la primera página del guión escribí: Leer con mucha atención porque hay saltos en el tiempo y acciones que quizá no se entiendan sobre el papel, pero no os preocupéis porque en la pantalla todo tendrá sentido”. Two for the road es la más elegante, afilada y nada complaciente visión de la pareja que el cine norteamericano haya realizado jamás. “Audrey, Albert y yo estábamos divorciándonos mientras rodábamos. Así que fue un trabajo que nos caló hasta el alma. Todos sufríamos lo mismo que los personajes de la película. Me asombra que digan que es una película romántica, porque yo pienso que tiene una mirada dura, penosa. No debería de ser deprimente, sino crear la conciencia de que cuando uno se enamora de alguien no viven felices y comen perdices. Habla del matrimonio, que para mí es un negocio que siempre acaba en la ruina, en el desastre”. (Donen se ha divorciado cuatro veces). Los diálogos de Dos en la carretera ofrecen mil citas, sin que por ello nos suene a literario. “- ¿Qué clase de gente es la que se sienta a la mesa y no se habla? - La gente casada”. El coche de los protagonistas se detiene junto al de unos recién casados con cara de aburridos: - No parecen muy felices. - ¿Por qué deberían estarlo? Se acaban de casar” En la carretera, por el sur de Francia, se cuenta la historia de 10 años en la vida de una pareja, diez años de estar cerca sin estar juntos, diez años de una atadura que repele. En vez de utilizar el orden cronológico, Donen cuenta la historia oponiendo fragmentos de vivencias, haciendo un juego de cajas chinas, donde cada episodio desvela otro que no necesariamente se ha sucedido en el tiempo, pero sí en el sentir de los personajes. Y la banda sonora la escribe el gran Henri Mancini. Una cara con ángel (1957) representa la quintaesencia del cine de Donen, el film que no se puede contar, el film que hay que ver. Para empezar, París vuelve a ser el decorado. Pero además el guión, criticado en ciertos sectores por su sátira del existencialismo y de sus seguidores, es un regalo para los sentidos: por la música, por los colores, por el baile. Y por los actores. Dentro de su melancólico romanticismo, Funny face deja una sensación de placer que es imposible expresar en palabras. En 1999, Donen dirigió un telefilm que no he visto: Love letters. En la revista Fotogramas explicaba sus proyectos en su visita del año pasado: “En este momento estoy colaborando en algunas obras de teatro y acabando de perfilar el guión de un documental sobre un director de musicales, un hombre ya mayor que tiene problemas para poder rodar películas. Quiero dirigirlo, pero es muy complicado ponerlo todo en orden. Llevo años trabajando en él. Creo que es muy bueno. Su título es Bye, bye, Blues. Además, un estudio quiere hacer un largometraje con la recopilación de mis números musicales, y yo les he ofrecido mi ayuda”. Pedro Almodóvar escribió en algún suplemento dominical que, durante la promoción de alguna de sus películas en USA, se había entrevistado con él y que estaba pensando en producirle una nueva película, la primera desde Lío en Río (1984). Nada hemos vuelto a saber al respecto. “Trabajé mano a mano con los mejores. Eran divertidos, inteligentes y estaban llenos de vida y alegría. Es terrible que la gran mayoría haya muerto. Un día fui el más joven; ahora soy el único vivo”. Cary Grant, Fred Astaire, Audrey Hepburn, Liza Minnelli, Kay Thompson, Sophia Loren, Gregory Peck, Liz Taylor, Cyd Charisse, Gene Kelly, Jean Simmons, Deborah Kerr, Doris Day, Ingrid Bergman, Yul Brinner, Noël Coward, Robert Mitchum, Albert Finney, Walter Matthau, James Coburn, Richard Burton, Rex Harrison, Gene Hackman, Kirk Douglas o Michael Caine, estos son algunos de los grandes a los que se refiere. Reproducimos un párrafo del libro Stanley Donen… y no fueron tan felices, que Juan Carlos Frugone le dedicó en 1989, libro del que se ha extraído la mayor parte de la información ofrecida aquí: “Como diría Miguel Rubio en el artículo Donen o la metafísica del champán, « para gozar su obra hay que amar la vida, sentirse a gusto con el mundo », y hasta ese momento (Una cara con ángel), el cine de Donen era una experiencia sensual, burbujeante, un himno de vitalidad que nos habla de lo corpóreo haciéndonos sentir etéreos, que nos permitía disfrutar de la fantasía del cine sin tendernos ninguna trampa más que señalar las vías por las que se llega al disfrute. Incluso años más tarde diría: « Si no se juega en la vida, no se puede disfrutar de ninguna alegría. El mundo es un terreno de juego. Hay que jugar y transformar la vida en un juego. Todo es divertido, o debería serlo»” (pág. 99). Por todo ello, no sé lo que haría sin él.