lunes, enero 30, 2006

Goyesco

Si hay un hombre en España que, además de hacerlo todo, cada mes de enero suspira por la entrega de los Premios Goya al mejor cine español del año precedente, ese soy yo. En mi círculo, además de por otras muchas digamos rarezas, este es uno de los motivos para que se me mire en cierto modo de través. Y yo lo comprendo. Entre mis conocidos, la mayoría manifiesta un claro desinterés ante semejante acontecimiento. Otros, los más abiertos ante este tipo de espectáculos, sienten un interés circunstancial, si hay amigos que han trabajado en alguna de las películas candidatas. O a veces porque han tenido una gran idea que podría salvar de la quema, al menos por un año, este escaparate de celebración de lo mejor de nuestra producción cinematográfica. Y entonces me llaman a mí para que les ayude a redondear esta idea, que parece magnífica y que me reservo porque esta mañana, a las 8, el primer sms que he recibido era justamente para proponerme, en vista del ladrillo de gala de ayer, que retomemos nuestro viejo proyecto antes de que nos roben todo su contenido. Y es que nuestro guión obra en poder de la Academia de Cine desde 2001, pero nadie, querida Marisa et al, se dignó nunca a respondernos, aunque solo fuera para rechazarlo. En otras épocas, veía entre 40 y 60 películas españolas al año. Así que pasaba los meses de octubre y noviembre haciendo mis quinielas de posibles candidatas. Y siempre me equivocaba: mis gustos nunca coinciden con los de los verdaderos académicos, entre los que está claro que funcionan mucho las camarillas: los partidarios de Trueba frente a los de Garci; los almodovarianos que se mueren por trabajar con Pedro, pero que luego pasan de votarlo, etc. Así que cada año unas cuantas de mis pelis favoritas, que no aparecían en ninguna candidatura, quedaban olvidadas para los restos. Nunca serán citadas en ningún reportaje, ni en ningún resumen del año o de la historia de la Academia. Insomnio, de Chus Gutiérrez, es por ejemplo una de ellas. Otra es El dedo en la llaga, de Alberto Lecchi. Luego, he tenido épocas en que he visto solo tres o cuatro películas españolas en un año –y recuerdo una vez que entre ellas se coló la inenarrable Noche de reyes, de Miguel Bardem, una de las peores películas que recuerdo-. En estos casos, me limitaba a votar las propuestas de la Academia, siguiendo criterios absolutamente subjetivos como “este ya tiene un par de Goyas”; “a este, o se lo dan este año o que se olvide de él porque le quedan dos telediarios”, o “esta chica es una joya, y ya muy bien vestida siempre”. De todas formas, cuando he visto todos los trabajos nominados, tampoco coincido con los académicos. Y bueno, ayer por fin llegó la gala que llevaba esperando al menos una semana. ¡Qué nervios! Ni que yo estuviera nominado, teniendo en cuenta que no soy ni actor, ni actriz, ni peluquero, ni mamá de la artista, ni productor, ni siquiera un mal pagado guionista. Tampoco soy académico. Pero lo vivo como un protagonista más. Me preparé unos aperitivos, cogí mi cuaderno, mi quiniela, mi radio para los cortes publicitarios y puse una luz suave. No me vestí con mis mejores galas porque era completamente absurdo, dado que me quedaba en casa solito. Pero lo habría hecho si me hubiera ido a cenar con una amiga que me propuso una soirée goyesca. La gala, salvo contadas ocasiones con nombre propio: Rosa María Sardá, es un auténtico ladrillo. No sabemos hacerla dinámica y entretenida. Son demasiados premios. Es muy difícil de coordinar a todos los presentadores que los entregan porque algunos han llegado al Palacio de Congresos del Ifema solo minutos antes. Pero sobre todo no se puede prever la intervención del ganador, que en algunos casos puede llegar a convertirse en una decena de ganadores sin el menor recato. Y como te toquen dos cuadrillas de esta ralea en una gala, no hay guionista que no salga escaldado. Fue lo que pasó ayer. Suele ocurrir en las categorías que menos interesan a nadie, los efectos especiales, los cortos –de animación, documental o de ficción, es igual: “Haced vuestros cortos y quedaos en vuestra cueva, a juzgar por el aspecto, pero, por el amor de Dios, no nos deis la brasa con una letanía de agradecimientos que aburre a las ovejas, quiero compartirlo con Fran, Panchi, Rebeca y María Aránzazu, de Peliculinis Templis. También se lo dedico a mis padres, a mi abuela Alfonsa, que me estará viendo desde la residencia y a mi novia, ¿Queeeeé? ¿Que tú tienes novia, con esa barriga, esa alopecia, esos dientes y esas gafas de fantasía? Vamos, hombre, y yo me he caído de un guindo. Y ahora llega otro: Pues como ha dicho mi compañero, bla, bla, bla, y además con todo el personal del bar El Cruce, a mis padres y a toda mi familia, que me soporta y que ha permitido que hiciera realidad mi sueño, ¿te refieres a mi sueño, al bostezo que me produces, a las ganas que tengo de darte un puntapié? Y todavía quedan tres asesinables… La ceremonia de ayer fue sobria, nostálgica y de autobombo, que es de lo que se trataba. Y aburrida. A mí me gustó ver los vídeos con todos esos momentos divertidos de Fernando Fernán-Gómez. Y desde luego fue una gran idea –de dudosa autoría, digámoslo de paso- concebir, al final de una escalinata, una pantalla sobre la que se proyectaban todos estos montajes y de la que salía, a través de una apertura vaginal, la actriz encargada de entregar el premio correspondiente. Pero el guión falló tanto como que quizás no existía. Concha Velasco, que siempre resulta un valor seguro y de quien yo soy tan fan, no parecía muy metida en la historia. Y Antonio Resines, que es un tío fantástico, parecía más bien a bordo de su moto. Y supongo que lo hicieron tan bien como pudieron hacerlo. Y detrás de todo esto esta una persona tan solvente como Fernando Méndez-Leite. Pero la ceremonia duró 250 minutos. Fue la más larga que cualquier edición precedente, atrajo a 2.297.000 espectadores, lo que supone solo un 18’7% de share, la cifra más baja en los últimos años (según informa elmundo.es). Fernando Méndez-Leite recomendó o exigió, según los casos, brevedad. Algunos escucharon y otros no solo no lo hicieron, sino que anunciaron que no lo iban a hacer. ¡Qué finos y qué monos ellos! Por su parte, el señor notario debe arreglar el asunto de la guerra de los sobres: el enésimo comentario de “Pues sí que es difícil abrir esto” no tiene gracia. No basta con saber firmar. Para entrar en faena, diré que la ministra del ramo me pareció una vez más una mamarracha en toda regla. Con ese traje de Ágatha para "apoyar la moda española" y que calificó de “romántico”, pues la verdad, sobran las palabras. Y luego cada vez que la encuadraban en la televisión parecía a punto de echarse una cabezada. Mire, yo soy un simple espectador y puedo echarme a dormir cuando me dé la gana. Pero Vd. acude como ministra y ya podría venir dormida de su casa. Y me da igual que la gala sea un pestiño o no. Por mí, como si es un concierto de Luis Cobos. Eso es lo que hay, y si no le gusta, se chuta lo que le dé la gana en el baño y pone cara de estar interesada. Me encantó volver a Carmelo Gómez, que tenía su Goya por Días contados, pero ya han pasado 10 años. Me encantó ver su película, El método, y me encantó escuchar que se lo dedicaba a la gran Pilar Miró. También me alegré especialmente de que Elvira Mínguez ganara por fin este premio: está fantástica en Tapas y ya era hora de que se le reconociera su buen trabajo siempre. Lo dedicó al público que sigue yendo a ver cine español, aunque a veces no sea bueno, y a todos los que cuentan las historias de mujeres de más de 40 que solo esperan que sean contadas. Otro de mis Goyas favoritos fue el de la Mejor Canción Original para Manu Chao por Me llaman Caye, de Princesas. El premio lo recogió la presidenta del Colectivo Hetairas, de apoyo a las prostitutas. Me congratulo del triunfo de Isabel Coixet, a quien le recomendaría un inmediato asesor de imagen: si tu cara no te gusta, ponte un casco, pero renuncia a ese flequillo, a esas greñas en las mejillas y a esas gafazas blancas. Y renuncia también a gestos que yo sea incapaz de identificar como de pánico, como los de hace dos años cuando ganó con Mi vida sin mí. Para mí la más guapa y espectacular fue Maribel Verdú –en vista de que no estaba Elena Anaya-, a quien le sienta muy bien desaparecer de vez en cuando una temporada. Presentó con el actor francés José García, de nuevo de rodaje en España. El más guapo, delgado y atractivo fue una vez más Eduardo Noriega (y su bigote). Carmen Maura acertó plenamente con su pantalón negro y su haut ajustado rojo intenso del letiziano Lorenzo Caprile. Apareció fantástica.. Formó pareja con su compañero de reparto en ¡Ay, Carmela!, un demacrado Andrés Pajares, claramente traicionado por su diseñista capilar. El tinte cobrizo debería de estar internacionalmente prohibido si todavía no lo está. La puertorriqueña Micaela Nevárez es monísima, pero el premio a la Mejor Actriz Revelación debería haber ido a parar a Isabel Ampudia, la única posibilidad de reflotar una interesante película titulada 15 días contigo. Óscar Jaenada al parecer borda a Camarón, pero me dio pena que el elegante y entrañable Manuel Alexandre se fuera a casa sin su Goya. Y me encantó Candela Peña, con su segundo Goya, y su bonita dedicatoria, una condensada declaración de amor a sus padres y un breve anecdotario que incluía la carta que le escribió de pequeña a la reina para que le enviara una foto del príncipe porque ella quería ser princesa. Y anoche lo fue: tenía su Goya por Princesas y tenía a su príncipe, el director Fernando León. Y yo, sin que nadie me dirigiera la palabra, viví algunos premios como si se los dieran a alguien cercano, alguien que fuera a compartirlos conmigo. Bueno, pues solo queda un año para una nueva decepción.

miércoles, enero 18, 2006

Ojoplático

1. Mi vecina del piso de abajo, una señora de 63 años adicta al ascensor y que siempre tiene algo que limpiar por dentro o por fuera de la mirilla de su puerta, me saluda cada vez que me ve bajar o subir por las escaleras: “¡Qué piernas, hijo mío! Dios te las conserve”. Un saludo que no admite, a todas luces, una variada gama de respuestas. La primera vez, que era de día, me limité a sonreír por un lapso de tiempo equivalente a tres zancadas. Pero cuando la penumbra oscurece la entrada o el rellano, mi mejor sonrisa no basta. Entonces me planteo varias opciones, pero a todo le encuentro inconvenientes: a. "¡Gracias!", queda prepotente. b. “Y que Vd. lo vea”, parece demasiada guasa. c. “Lo mismo le digo”, es claramente una ironía que no estoy dispuesto a emplear con una señora que por el momento solo se ha limitado a suspirar por saber con quién me acuesto y con quién me levanto, pero sin atreverse a plantear preguntas cruciales, tipo “¡Qué frío hace en esta ciudad. Yo es que el cero grados no lo quiero. Por cierto, pocas mujeres se ven salir de tu casa, y si no eres marica, un muchacho con tan buena planta como tú debe de estar rifadísimo. Vamos, digo yo…” -Señora, estamos en lo más crudo del crudo invierno, así que como comprenderá no es hora de que nos alegre a todos la vista exhibiendo esa colección de tops de fantasía que tiene. Por cierto, tampoco yo veo salir muchas mujeres de su casa. ¿Es que no ha descubierto todavía los secretos de una buena sesión de tijera? ¿O más bien es una cuestión de selección de varices? Vd. solo respeta la variz genética, la auténtica, la que viene con denominación de origen, y no la adquirida, que no es lo mismo. ¿Dónde va a parar? -Pero si yo solo estaba diciendo que este invierno hace mucho frío… -Sí, como yo, que solo estaba diciendo que para la hora de los tops todavía faltan algunos meses… 2. La clase es un tostón, un ladrillo insufrible, y está impartida por un personaje mitad Lauren Postigo, mitad rapsoda con sinusitis que dista mucho de entrar en mis preferencias. Cuando entra en éxtasis recitando a su manera, con sus haches aspiradas y todo lo demás, un soneto de Góngora, el silencio se palpa en un auditorio con una acústica endemoniada. Eso ocurre a los 20 minutos de iniciarse la clase, algo que coincide con el momento elegido por un infame personaje con la siguiente traza: 160 cms, una trenza rasta, variado atuendo hippy, colorinches, pantalones diseñados contraviniendo la más elemental norma del patronaje y una mochila de colores de la que cuelga un cascabel. Durante 3 minutos, lo que tarda en atravesar el auditorio, el soneto de Góngora se ve amenizado por el tintineo incesante de un cascabel. El sujeto en cuestión acaba por sentarse, completamente ajeno a los ojos como platos de parte de los que estamos reunidos allí.

viernes, enero 13, 2006

El jinete polaco

Supongo que es un error volver a los lugares en que uno ha sido feliz porque nunca van a repetirse las mismas circunstancias y uno se arriesga a resultar decepcionado. Supongo también que recurrir una y otra vez (“como decían los clásicos”) a las mismas fuentes de las que uno se nutre acaba por resultar empobrecedor porque uno se pierde otras muchas cosas. A menos que uno sea capaz de alguna manera de darle la vuelta. Ese es el paso que yo nunca sé dar, en general, y una y otra vez abro los mismos libros que me emocionaron o que me hicieron reír. Releo páginas sueltas de guiones de Woody Allen o de Pedro Almodóvar. O de Berlanga. O de Billy Wilder. O de obras de teatro de Lope de Vega o de Jardiel Poncela. (De hecho, he puesto en mi buzón que vivo con él: Vipère de Gabón – Enrique Jardiel Poncela). Entre los textos que me gustaría haber escrito está el final de El jinete polaco, que me emociona cada vez que lo leo. Recuerdo haberlo leído con una amiguita que ahora está en Texas, a las seis de la mañana, y haber acabado los dos con lágrimas en los ojos en el sofá. A raíz de este libro me convertí en seguidor de Antonio Muñoz Molina, y me leí casi todo lo que había publicado hasta entonces. Una mañana de domingo salí a sacar fotos de Madrid antes de que se levantara la gente, y me lo crucé mientras paseaba a sus perrillos. La verdad es que no pude evitar abordarlo –algo que afortunadamente ya he corregido- y contarle, le interesara o no, cuánto había disfrutado con su libro, que había leído años atrás. Y debió de halagarle la vanidad porque accedió sin la menor excusa a que lo entrevista para un periódico de provincias. A la semana siguiente me presenté en su casa –en la misma plaza en la que me lo había cruzado- con mi grabadora y mi batería de preguntas. Me dijo que no teníamos mucho tiempo, una media hora. Pero lo cierto es que empezamos a hablar y no acabamos hasta que Elvira Lindo se puso en jarras en la puerta del salón y dijo que ya era hora de comer. Le hice la entrevista, le enseñé unas fotos que había sacado de mi terruño, próximo al suyo, y él, por su parte, me regaló dedicado un librito muy divertido, Los misterios de Madrid, que recoge el mismo espíritu de la saga protagonizada por el detective-basura de Eduardo Mendoza, pero con sabor a cocido y no a escalibada. Sus últimas obras no las he leído. Un día empecé a tomarle manía (y a Elvira Lindo también: sus columnas me parecen atroces, pero afortunadamente no tengo que leerlas) porque sentía que había perdido su voz, que era otro funcionario más del grupo de comunicación en cuyos medios colaboraba, principalmente por escrito. No había libro o acto protagonizado por algún miembro del clan –Manuel Vicent, el tenor y baloncestista Juan Cruz, Juan Luis Cebrián…- que no presentara Muñoz Molina, cuyos libros a su vez eran presentados por sus compis. Y además todos los domingos escribía una página del suplemento dominical, sin perjuicio de otras colaboraciones en prensa de provincias. ¿Y además tenía que escribir buenas novelas? Pues francamente, eso ya era demasiado. Dicho esto, personas de cuyo criterio me fío me han hablado muy bien de dos de las novelas que no he leído, Plenilunio –que era la que estaba escribiendo cuando yo lo entrevisté- y Sefarad, así que caerán en un momento u otro. Ahora, Muñoz Molina dirige la sede del Instituto Cervantes en Nueva York. Yo no. ¡Qué envidia! No me cabe duda de que bajo su batuta la programación debe proponer actividades y ciclos interesantes. Me encantaría participar en ellas. Y vivir una temporada en Nueva York. En aquella entrevista le expliqué cuánto me había gustado el final de su libro, que les he copiado aquí abajo, y él me contó, entre otras cosas, que había una errata en ese texto: Siod debía haber aparecido como Soid, Dios al revés. Así que aquí lo he trascrito corregido. “Soy yo quien te habla, quien se acuerda de ti, yo el que despierta con el sol en los ojos y piensa que hoy mismo habrás venido, que ya aguardas aturdida de sueño en una sórdida estación de autobuses, vestida de viaje, con una cazadora negra, un pantalón ajustado y unas cortas botas puntiagudas, quien una hora antes de que llegues ya ha subido a esperarte, para evitar toda incertidumbre, comprueba el panel de horarios, interroga angustiosamente al empleado, te ve buscarlo tras la ventanilla del autobús que acaba de irrumpir en la estación con diez minutos imperdonables de retraso, tira el cigarrillo, le parece que el corazón se le ha alojado en el estómago, se adelanta hacia ti entre borrosos viajeros y al ver tu melena despeinada y la tranquila felicidad con que le sonríes al reconocerlo piensa, dice en voz baja, un segundo antes de que te abraces golosa y desesperadamente a él, como si rezara una letanía, Dog, Soid, Brausen, Elohim, quienquiera que no seas y dondequiera que no estés, señor de las bestias y de los gusanos, legislador de océanos y muchedumbres aniquiladas de hombres, dueño insensato de la ironía y de la destrucción y del azar, tú que la hiciste a la medida exacta de todos mis deseos, que modelaste su cara y sus manos y sus tobillos y la forma de sus pies, que me engendraste a mí y que me fuiste salvando día a día para que me hiciera hombre y la necesitara y la encontrara, que la llevaste una mañana a una hora precisa a un lugar de Madrid y luego me concediste el privilegio de que apareciera en la cafetería de un hotel de Nueva York, no permitas que ahora la pierda, que me envenene el miedo o la costumbre de la decepción, guárdala para mí igual que guardaste a sus mayores para que la trajeran al mundo y sembraste el coraje una noche de julio en el corazón atribulado de su padre y lo enviaste al destierro con el único propósito de que ella naciera para mí veinte años después, y si a pesar de todo me la vas a quitar, no permitas la lenta degradación ni la mentira, fulmíname en el primer minuto de rencor o de tedio, que me quede sin ella y sufra como un perro pero que no me degrade confortablemente a su lado, que no haya tregua ni consuelo ni vida futura para ninguno de los dos, que las manos se nos vuelvan ortigas y tengamos que mirarnos el uno al otro como dos figuras de cera con los ojos de cristal, pero si es posible, concédenos el privilegio de no saciarnos jamás, alúmbranos y ciéganos, dicta para nosotros un porvenir del que por primera vez en nuestras vidas ya no queramos desertar. Recuerdo lo que aún no he vivido, tengo miedo de ser plenamente quien soy, en el vestíbulo de la estación de Mágina un altavoz anuncia la llegada del autobús procedente de Madrid, abrevio el tiempo para estrechar ahora mismo tu cuerpo ávido y delgado, vienes hacia mí con una bolsa al hombro y una maleta en la mano, apareces delante de la cama en la habitación del hotel con el pelo suelto sobre los hombros desnudos, no me acuerdo de nada, no me he dado cuenta de que empezaba a anochecer, no sé si estoy contigo en Mágina, en Nueva York o en Madrid, dice Nadia, pero me da lo mismo, no sienten más que gratitud y deseo”. (El jinete polaco, pp. 570-571).

jueves, enero 05, 2006

¿Qué haría yo sin Stanley Donen?

Cuando el mundo se empeña en hacerse más y más feo –lo que ocurre casi a diario, con solo poner un pie en la calle y pasar, por ejemplo, delante del centro comercial que tengo enfrente de casa: quienes vienen a comprar desaforadamente ahí parecen personajes caracterizados que acaban de escapar del pasaje del terror; ¡Dios mío! ¿Quién los ha diseñado?-, me paro un momento y pienso en todo lo que merece la pena. Y entre todo ello –mi familia y otras muchas personas a las que quiero y que, afortunadamente, están aquí, cerca, a pesar del Gran Susto que nos llevamos la semana pasada; el valor de una carta que llega desde la otra orilla o esa llamada inesperada de alguien de quien guardas un hermoso recuerdo, pero al que probablemente ya no reconocerías- aparece también Stanley Donen. Stanley Donen es alguien a quien me gustaría conocer. O al menos estar cerca de él por unas horas. Y tengo que darme prisa porque en abril cumplirá 81 años. El año pasado vino a celebrar su cumpleaños en Barcelona. Al día siguiente se fue a Bilbao para ver el Guggenheim. Solo la revista Fotogramas dio cuenta de esta visita. Y en octubre pasado volvió como presidente del jurado de la sección oficial de la Mostra de Valencia Cinema del Mediterrani. Nuevamente nadie se tomó la molestia de aprovechar su presencia entre nosotros. Si en lugar de Stanley Donen se hubiera tratado de Malena Gracia, nos habrían metido sus tetas hasta en la sopa. Las televisiones bien podrían haber programado un miniciclo con sus películas más representativas, no digo ya una retrospectiva completa. Bueno, al menos yo sí he podido ver una retrospectiva suya. Fue en la Filmoteca de París, en el verano de 2003. Precisamente en París transcurren varias de sus películas. De alguna manera contribuí a que se programara este ciclo. (Bueno, eso quiero creer, porque me resulta mucho más divertido). Un día de verano, cuando salía con un amigo de ver una reposición de El beso de la mujer araña en un cine de St-Michel, se nos acercó un señor que parecía recién escapado de un incendio, y nos hizo una encuesta sobre nuestra cinefilia. Luego nos pidió el nombre de un director del que estaríamos interesados en seguir un ciclo. Mi amigo dijo Carlos Saura y yo, Stanley Donen. Y meses después leí en alguna revista que la filmoteca le dedicaba un ciclo bajo el título de Stanley Donen. Le prince de la comédie musicale. Todos sabemos que codirigió junto a Gene Kelly dos de los musicales más populares e innovadores, Un día en Nueva York (1949) y Cantando bajo la lluvia (1952), musicales que se caracterizan por una superación de las convenciones del género que lo hace evolucionar considerablemente: la coreografía se adapta al espacio real –Un día en Nueva York fue el primer musical rodado en decorados reales, en las calles de esa ciudad-, rechazo de trucos como el ballet soñado, que según Donen, ralentizaba la acción; integración de todos los elementos –música, canciones y baile- en la narración, sentido del detalle y aprovechamiento de los recursos cinematográficos –Fred Astaire bailando por las paredes y el techo en Bodas reales (1951)-. Donen aprovechó el sistema hollywoodiense de los estudios, que estaba en aquel momento en su apogeo. Trabajó bajo contrato para la MGM y estuvo respaldado por dos de los productores más brillantes de la edad de oro hollywoodiense: Arthur Freed y Roger Edens, y colaboró con los mejores guionistas, particularmente Betty Comden y Adolph Green. Hoy, Donen explica: “Los musicales han dejado de hacerse porque es imposible que se doblen las canciones y que suenen bien, y los estudios quieren ganar dinero de una forma radical. Quieren productos que se vendan en España y en cualquier parte del mundo. Te voy a matar, hijo de puta, es muy fácil de doblar. Lo que importa en la violencia física, no tanto la voz que lo dice o lo dobla. Hacer proyectos de calidad que lleguen a mucha gente es casi imposible”. Otra famosa comedia musical que dirigió en solitario, pero con menos medios –Donen lamentaba haber tenido que utilizar transparencias que remplazaban lo que debía haber sido un fondo nevado natural-, fue Siete novias para siete hermanos. El resto de su filmografía, hasta llegar a las 27 películas, la forman otros 8 musicales más, 13 comedias; Movie, movie, que participa de los dos géneros, más una historia disparatada de ciencia-ficción con una bellísima Farrah-Fawcett y un joven Harvey Keitel (Saturno 3 (1979), cuyo guión es de Martin Amis) y un sombrío drama titulado La escalera (1969), sobre la agitada y amarga decadencia de una vieja pareja homosexual. Uno de ellos es peluquero y se está quedando calvo. El otro es un actor de cuarta fila que teme que lo encarcelen por haber hecho de travesti. En un momento dado, una evangelista sostiene una pancarta en la calle que dice: “Jesús te ama”, y Richard Burton le responde: “Eso será a usted”. La sordidez de su mundo se acentúa con la presencia de la madre del primero. Cuando veo una de sus películas, me reconcilio con el mundo que me rodea. Al menos por un tiempo. Observo cómo se mueven Cary Grant y Audrey Hepburn en París, cómo van vestidos (Givenchy para Hepburn); escucho unos diálogos que quisiera aprenderme y tener ocasión de utilizar; me río con esas frases, y con la escena en la que Cary Grant se ducha vestido o aquella otra en la que baila con una señora gorda intentando atrapar una naranja sin utilizar las manos. Y me quedo boquiabierto con los créditos de Maurice Binder. Todo ello ocurre en Charada (1963), comedia de suspense. “Audrey y Cary son la expresión de la comedia. Nacieron para estar juntos en el cine. Pero me indignó que muchos dijeran que copiábamos a Hitchcock. ¿Es que el género le pertenecía? Fue difícil dejar de hacer musicales. Solo pude conseguirlo produciendo yo la película”. Además de a Hitchcock, la película homenajea a Gene Kelly, cuando Grant y Hepburn pasean por el Sena y ella dice: “Sería maravilloso si pudiéramos ser como Gene Kelly. ¿Recuerdas cuando él bailaba aquí al lado del río sin preocuparle nada el mundo en Un americano en París?” (De Charada existe un remake de 2003: The truth about Charlie, de Jonathan Demme, con MarkWahlberg y Thandie Newton. Y también Al diablo con el diablo (2000) , con Brendan Fraser, es una versión de Bedazzled (1967). No me atrevo a ver ninguna de ellas). Pero mi favorita es Dos en la carretera (1967), que ganó aquel año la Concha de Oro del Festival de San Sebastián, pero Donen solo acudió a recoger el premio hace unos años. Nuevamente encontramos unos créditos espectaculares de Maurice Binder. Y un minucioso montaje al servicio de la evolución emocional de los personajes y no del orden cronológico. “La idea principal era decir que el pasado estaba tan vivo como el presente, y en el film nunca sabías qué era el presente y qué el pasado dentro de un largo período de tiempo. En la primera página del guión escribí: Leer con mucha atención porque hay saltos en el tiempo y acciones que quizá no se entiendan sobre el papel, pero no os preocupéis porque en la pantalla todo tendrá sentido”. Two for the road es la más elegante, afilada y nada complaciente visión de la pareja que el cine norteamericano haya realizado jamás. “Audrey, Albert y yo estábamos divorciándonos mientras rodábamos. Así que fue un trabajo que nos caló hasta el alma. Todos sufríamos lo mismo que los personajes de la película. Me asombra que digan que es una película romántica, porque yo pienso que tiene una mirada dura, penosa. No debería de ser deprimente, sino crear la conciencia de que cuando uno se enamora de alguien no viven felices y comen perdices. Habla del matrimonio, que para mí es un negocio que siempre acaba en la ruina, en el desastre”. (Donen se ha divorciado cuatro veces). Los diálogos de Dos en la carretera ofrecen mil citas, sin que por ello nos suene a literario. “- ¿Qué clase de gente es la que se sienta a la mesa y no se habla? - La gente casada”. El coche de los protagonistas se detiene junto al de unos recién casados con cara de aburridos: - No parecen muy felices. - ¿Por qué deberían estarlo? Se acaban de casar” En la carretera, por el sur de Francia, se cuenta la historia de 10 años en la vida de una pareja, diez años de estar cerca sin estar juntos, diez años de una atadura que repele. En vez de utilizar el orden cronológico, Donen cuenta la historia oponiendo fragmentos de vivencias, haciendo un juego de cajas chinas, donde cada episodio desvela otro que no necesariamente se ha sucedido en el tiempo, pero sí en el sentir de los personajes. Y la banda sonora la escribe el gran Henri Mancini. Una cara con ángel (1957) representa la quintaesencia del cine de Donen, el film que no se puede contar, el film que hay que ver. Para empezar, París vuelve a ser el decorado. Pero además el guión, criticado en ciertos sectores por su sátira del existencialismo y de sus seguidores, es un regalo para los sentidos: por la música, por los colores, por el baile. Y por los actores. Dentro de su melancólico romanticismo, Funny face deja una sensación de placer que es imposible expresar en palabras. En 1999, Donen dirigió un telefilm que no he visto: Love letters. En la revista Fotogramas explicaba sus proyectos en su visita del año pasado: “En este momento estoy colaborando en algunas obras de teatro y acabando de perfilar el guión de un documental sobre un director de musicales, un hombre ya mayor que tiene problemas para poder rodar películas. Quiero dirigirlo, pero es muy complicado ponerlo todo en orden. Llevo años trabajando en él. Creo que es muy bueno. Su título es Bye, bye, Blues. Además, un estudio quiere hacer un largometraje con la recopilación de mis números musicales, y yo les he ofrecido mi ayuda”. Pedro Almodóvar escribió en algún suplemento dominical que, durante la promoción de alguna de sus películas en USA, se había entrevistado con él y que estaba pensando en producirle una nueva película, la primera desde Lío en Río (1984). Nada hemos vuelto a saber al respecto. “Trabajé mano a mano con los mejores. Eran divertidos, inteligentes y estaban llenos de vida y alegría. Es terrible que la gran mayoría haya muerto. Un día fui el más joven; ahora soy el único vivo”. Cary Grant, Fred Astaire, Audrey Hepburn, Liza Minnelli, Kay Thompson, Sophia Loren, Gregory Peck, Liz Taylor, Cyd Charisse, Gene Kelly, Jean Simmons, Deborah Kerr, Doris Day, Ingrid Bergman, Yul Brinner, Noël Coward, Robert Mitchum, Albert Finney, Walter Matthau, James Coburn, Richard Burton, Rex Harrison, Gene Hackman, Kirk Douglas o Michael Caine, estos son algunos de los grandes a los que se refiere. Reproducimos un párrafo del libro Stanley Donen… y no fueron tan felices, que Juan Carlos Frugone le dedicó en 1989, libro del que se ha extraído la mayor parte de la información ofrecida aquí: “Como diría Miguel Rubio en el artículo Donen o la metafísica del champán, « para gozar su obra hay que amar la vida, sentirse a gusto con el mundo », y hasta ese momento (Una cara con ángel), el cine de Donen era una experiencia sensual, burbujeante, un himno de vitalidad que nos habla de lo corpóreo haciéndonos sentir etéreos, que nos permitía disfrutar de la fantasía del cine sin tendernos ninguna trampa más que señalar las vías por las que se llega al disfrute. Incluso años más tarde diría: « Si no se juega en la vida, no se puede disfrutar de ninguna alegría. El mundo es un terreno de juego. Hay que jugar y transformar la vida en un juego. Todo es divertido, o debería serlo»” (pág. 99). Por todo ello, no sé lo que haría sin él.