sábado, abril 04, 2009
El fin del romance
Vaya por delante que Pedro Almodóvar es seguramente la persona que ha propiciado mis mejores momentos en el cine y que más ha contribuido a que me convirtiera en un cinéfilo. Todo está dicho sobre él y su cine, que al parecer vienen a ser la misma cosa. Madrid, su cine, el verano, el deseo, los chicos guapos, las mujeres inteligentes e intrépidas, el vecindario reconvertido en mucho más que una molestia, los travestis, la España de nuestros padres ofreciendo su cara más vitalista, los diálogos que nos hemos apropiado... Todo ello nos producía una mezcla de emoción, perplejidad, sonrisa, aquiescencia, comprensión y deseo de atrapar rincones inexplorados por P.A. para devolverlos a los demás con la misma autenticidad que él. Pero de eso ya hace años, y las cosas cambiaron. Como también hemos cambiado nosotros. Y, por supuesto, él mismo.
Nadie puede exigirle -ni tampoco esperar- que firme otra vez películas como La ley del deseo, Mujeres al borde de un ataque de nervios, Átame o ¿Qué he hecho yo para merecer esto? Ya lo hizo y nos reímos y emocionamos con ellas. Es fácil de comprender que Almodóvar, o cualquier otro artista, quiera o necesite explorar otros territorios, otras emociones, otros personajes, y contar otras historias. Pero ahora, desde hace años ya, esas historias no me interesan: me aburren. Me interesan a lo sumo un rato, un personaje a veces secundario; me río con una frase, recupero otro decorado de Madrid, escucho alguna canción bonita que ya se queda para siempre... pero no me emocionan. Desde Tacones lejanos no conecto con Almodóvar. Sí volví a conectar en Todo sobre mi madre, donde hay partes que me emocionan.
Yo divido la filmografía de Almodóvar en dos épocas: Las películas de los 80 y Las Otras. En las de los 80 me veía reflejado; en las otras siento que habla de extraterrestres. Y tiene todo su derecho, por supuesto. De igual modo que yo tengo derecho a olvidarlas apenas pasadas por la retina, antes de los créditos finales.
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