viernes, enero 23, 2009

Comunicación, soledad, pudor

Solemos quejarnos de la seducción de la rutina, de sus trampas, de su poder embrutecedor. Pasamos los días pensando que todos se parecen, cuando no son exactamente iguales. O nos empeñamos en una hiperactividad que en el fondo solo esconde una huida hacia delante, pero huida al fin; el deseo de no estar solo ante la incapacidad de estarlo. Pero el hombre -y, como siempre, la mujer y el travesti-, en lo esencial, está solo, unas veces porque no hay nadie a su alrededor, otras porque se siente así. No hay nada nuevo bajo el sol, y nunca lo habrá. A menos que se produzca un milagro. A veces se produce un milagro: uno encuentra a una persona que se parece a él. Fluye la comunicación, parece que comparten un mismo lenguaje, que las miradas sobre las cosas se complementan, que definen todos los colores al cruzarse, desde el magenta al índigo; que sobran la mitad de las palabras porque tienen doble significado... Esto dura un tiempo. Luego, la comunicación se vuelve perezosa, las palabras se vuelven pegajosas, se hacen pesadas, traicionan al pensamiento. Y ya no tiene remedio: la comunicación se vuelve incomunicación. Y uno aprende que lo verdaderamente humano es estar solo, que podrá volver a vislumbrar destellos de aquella comunicación, pero el resultado es la soledad. Deberíamos ser educados en esa línea. Nos deberían enseñar a saber estar solos, a valorar la soledad, sin por ello estar incapacitados para las relaciones humanas. Parece ser que según vamos cumpliendo años aguantamos menos. A veces, ni nos aguantamos a nosotros mismos. Deberían educarnos en otros valores que parecen no estar en boga hoy en día. La generosidad, por ejemplo. Escuchar al otro, tratar de comprenderlo, pensar que si está contando algo es porque le mueve a ello una razón, a veces una necesidad. También es cierto que muchas se produce el abuso de confianza, que muchas de las personas que conocemos son como sanguijuelas a las que les gusta demasiado atraer todas las atenciones. Hay que saber distinguir, hay que saber zanjar, hay que saber ser generoso y protegerse. Las serpientes, en general, se desnudan, pierden la camisa y dejan rastro de su paso. Son impúdicas. Yo pensaba que, como ellas, también lo era. Pero acabo de aprender que no es así. Soy más pudoroso de lo que creía. No me gusta desgranarme y contarlo todo, aunque siempre he abogado por la expresión de las inquietudes, por la verbalización, oral o escrita, de lo que nos preocupa, como una manera de exorcizar los demonios. Una vez más, he chocado contra mi propia contradicción. No me gusta hablar sobre mí, sobre mi esencia. No me apetece desnudarme. Lo acabo de descubrir. Suele ser apreciada en mí la capacidad de escucha. Por lo menos, tengo eso. También la discreción. Pero parezco incapacitado para establecer una corriente alterna de comunicación. A veces, existe algo parecido a la comunicación, pero no suele ser duradero. Seguiré intentándolo. Como a Antonioni, la comunicación marca mi vida, mi búsqueda. Me he empeñado en un cometido que se revela casi imposible, pero no me rindo.

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