1. El otro día estaba reunido en casa con un grupo de universitarios veinteañeros de diferentes ingenierías. Era viernes por la tarde y preparaban el plan para esa noche y para el fin de semana. ¿Botellón en la cochera de Fulanito? No, eso ya lo hicimos la semana pasada. Y la anterior. Y la anterior. ¿Feria en la Ciudad Funeraria? Buf, ¡qué pereza! El sábado pasado ni siquiera pudimos aparcar el coche: el recinto ferial y aledaños estaba petado. Tuvimos que dejar el coche en el otro extremo de la ciudad. Si acaso, mañana; yo hoy estoy destrozado. Solo tengo ganas de llegar a casa, ducharme y acostarme.
Este era más o menos el discurso –con algunas traducciones mías porque no logro recordar los términos exactos de ese enigma que usan por lenguaje- cuando uno de ellos recibió un mensaje de texto de un amigo universitario que preguntaba si ya tenían planes. El joven presente se apresuró a mostrarme el SMS, y me quedé atascado en la primera palabra: no sabía ni pronunciarla: “Holle”
Cuando me explicó lo que significaba, abandoné el salón y fui a encerrarme detrás de unas cajas, en una habitación oscura que guarda los restos de la última mudanza.
¡¡¡¡¡Oye!!!!!
Con “holle” lo que quería decir era simplemente oye.
Me he pasado todo el fin de semana detrás de una caja de cartón intentando recuperar la confianza en la vida y en el género humano. Hasta que por fin María de Rumania –débordée de travail; desde aquí te envío mille tendresses et bon courage- me rescató de mi exilio invitándome a cenar con ella y su familia en el Palacio de Invierno de la Cité Funéraire. Y volví a reconciliarme con el mundo gracias a ella. (Antes de que acabe la feria les contaré la pasión gavilánica y, sobre todo, por la bota blanca que observamos allí. Era algo realmente nauseabundo. Llegamos a la conclusión de que la bota blanca no se hace, se nace).
Pero centrándonos de nuevo: ¿no creen Vds. que entre “holle” y la vuelta a la caverna no media más que un paso?
Les ahorro los detalles de otras perlas ortográficas de este joven universitario; podría sufrir un colapso.
2. A clase de lingüística ha venido un japonés de unos 30 años que adora la guitarra española. Como percibió que el resto de sus compañeros se conocían, pidió permiso al profesor para presentarse delante de todos. “Me llamo Isachi, como Isabel. Vengo de una ciudad del sur de Japón. Allí he estudiado medicina, pero he venido a España para estudiar filología hispánica. Podéis preguntarme sobre medicina, musculación y dietética. A cambio a mí me gustaría aprender catalán o vasco. ¿Hay algún vasco en la clase? ¿Hay algún catalán? …”
Supongo que estos dos ejemplos, a los que podría añadir muchos más casos particulares que conozco, ilustran perfectamente que cualquier detalle de la vida tiene su cara y su cruz, y que el relativismo (y, sobre todo, los Grandes Amigos como María) te puede ayudar a sobrevivir en un momento dado. De lo contrario, yo estaría ahora mismo dejando para la posteridad una bonita camisa de serpiente detrás de una caja de cartón.
1 comentario:
Tienes toda la razón.
Y no es un asunto meramente generacional: yo tengo amigos treintañeros que se sorprenden del lenguaje de los chat o mensajes de textos veinteañeros, pero a mi me ha tocadao ver lo tristemente torpe que es su ortografía (ya no hablemos de su vida, que ese es otro tema).
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