Ya no es ningún misterio que El Equilibrio y yo no somos ni de lejos dos extremos de una misma relación; vamos por caminos diferentes. Divergentes, incluso. Uno de mis amigos, al que yo estimo bastante equilibrado, acaba de contarme –no diré confesarme, claro- que se ha buscado un psicólogo de cabecera. La verdad es que me parece un lujo envidiable. He vencido la sorpresa, pero no el pudor para preguntarle: “¿Y eso?” Por otro lado, el de los psicólogos es el gremio que tengo más a mano. Ya le plantearé algunas cuestiones a mi ángela en la ciudad.
Lo cierto es que me siento como en volandas; yo no conduzco mi vida. Voy de un lado para otro como un títere –sin cabeza-, sin objetivos claros, sin saber los pasos que debo dar y dando con frecuencia pasos en falso. En resumen, me visto de un barniz de diletante sin poder permitírmelo. Aunque debería estar leyendo a Montaigne, en realidad me apetece más hincarle el diente por fin al primer volumen de las memorias de Terenci Moix (de hecho, ya lo estoy haciendo).
Sigo paseando por la ciudad, pero ahora con la fantástica novedad de un iPod, gentileza de los amigos de allende el océano y el lago. Los paseos por la ciudad, ambientados con la música que por primera vez sale de mi casa –Vincent Delerm, Seu Jorge, Dino Saluzzi, Jane Birkin…-, adquieren de pronto otra dimensión. Tienen un punto de desrealiadad. Es como si me volviera invisible de pronto, o como si las escenas que observo –la mayor parte de las veces de un feísmo supino- fueran puro teatro: un niño gordo comiendo churros a media tarde, un conjunto de nylon de color marrón y grandes letras doradas: DIOR; narices necrosadas; gente que parece pavonearse con el carro de la compra a rebosar de artículos que van desde la bollería industrial a las ruedas de recambio; voces que estarían muy bien si acaban de anunciar el Armagedón –pero no antes-;… De todo ello me distancian estas músicas que llevo encima en un espacio inferior a una breve caja de cerillas.
De costumbre, no pasa nada. Unos días se parecen bastante a otros. Uno sale, toma café con los amigos y sigue con los quehaceres. Pero de pronto alguien nuevo se suma al café o al té paquistaní. Tanto da. Y la mayor parte de las veces no pasa nada. Pero de pronto un día se produce una especie de flechazo. Te presentan a alguien y, acto seguido, por un maravilloso azar, una mirada negra se ha clavado en tu mirada, y un intercambio de frases banales en realidad se está convirtiendo en pura pasión, el “trabajo en el conservatorio” significa “mi cama es enooorme”… Y cinco minutos más tarde hay una invitación para acogerte en una casa a 300 kilómetros. ¿Qué ha pasado? ¿Quién está tan desequilibrado con tú? Quizá nunca se va a materializar esa invitación, y da igual. La cosa es que mientras dura el té, mientras las miradas atraviesan a los otros tertulianos para llegar a esos ojos negros, miradas ambientadas por la música de Carlos Berlanga, se está produciendo una historia, incluso una gran historia aunque solo dure una hora. La hora del té. Té paquistaní.
lunes, abril 09, 2007
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