Hace mucho tiempo que no he vuelto a Madrid. En realidad, no quiero volver. No quiero volver en estas condiciones (además de que ahora no podría permitírmelo). Pero nada de lo que tiene que ver con Madrid me es ajeno, porque he vivido allí durante 10 años y no me entiendo sin esta ciudad –bueno, quiero decir que me entendería aún menos. Madrid nos es más o menos familiar a todos los españoles porque casi todos tenemos nuestros primos de Madrid. Además, no son pocas las veces en que tienes que desplazarte allí para hacer un examen o para otro tipo de formalidad. Y también aquí, como en Francia, lo que ocurre fuera de la capital parece que no existe. (Y no es ni mucho menos verdad).
Pero yo, además, he respirado Madrid. La he pateado de arriba abajo, en todos los sentidos y a cualquier hora del día y sobre todo de la noche. He reído y he llorado por sus calles. He ligado, sobre todo en la Gran Vía, y me he perdido en la marea humana de manifestaciones de variada naturaleza. A pesar de ello, creo que no es una ciudad que conozca bien: todavía guarda muchos secretos para mí. Pero me sé de memoria el triángulo que necesitaba para vivir Madrid. Ciudad Universitaria-Retiro-Paseo de la Florida. Todo lo que necesitaba lo encontraba dentro y a todos los sitios podía acceder a pie. ¡Me encantaba tener cualquier excusa para pasear por Madrid, para alterar el trayecto de vuelta a casa o para pasar (un millón y) una vez más por la Gran Vía, una calle familiar que me fascina!
Ya han pasado cuatro años desde que no vivo allí, y me dicen los amigos que la ciudad que yo adoro –y que sigo recuperando en el cine rodado en aquellos años y antes- ya no existe. Madrid, según algunos, es ahora mismo una ciudad invivible, una tortura, un caos circulatorio permanente y una piqueta que taladra el suelo sin misericordia. En algunos tramos del cinturón que llamaban autopista -o M-30- hay un agujero tan grande como si hubiera caído una bomba, y multitud de calles del centro están levantadas con el pretexto de realizar modernísimos intercambiadores de transporte público. (Aquí cada cual puede añadir las iniciales de las empresas que están sacando tajada de este megalómano proyecto de transformación del perfil madrileño). Cuando yo vivía allí esta furia urbanística no existía –o se notaba mucho menos-. Lo que sí existía era la fiebre inmobiliaria que sigue asolando a España en todas las direcciones.
Recuerdo que le propuse a un amigo fotógrafo elaborar un libro sobre El Madrid más feo. Porque Madrid tiene barrios y edificios por los que habría que meter en la cárcel –por ser suaves- a más de un arquitecto y a más de un politicucho. Hay partes de la ciudad que son irrecuperables: no tienen solución -viable- posible. Habíamos pensado irnos con el coche de vez en cuando y tomar fotos y notas para mostrar ese otro Madrid. Quizá lo hagamos algún día. Pero de todas formas, esa no es la ciudad que queda en mi memoria y en mi corazón –aunque aparece en películas que siempre me acompañan como ¿Qué he hecho yo para merecer esto? –el barrio de la Concepción- o El cielo abierto- Carabanchel-.
La ciudad que a mí me acompaña tiene la fachada del Edificio Gargallo de Plaza de España. Era mi barrio y pasaba casi a diario delante ella. En ese edificio también vivían las hermanas Marina y Lola en Átame. En realidad, podría contar una parte de mi vida recorriendo los exteriores, en su mayoría madrileños, de las películas de Pedro Almodóvar. Pero solo destacaré la plaza del Cordón, de La ley del deseo. Almodóvar eligió el número 3 de esta plaza para colocar el piso de Pablo. Y en ella es donde acaba la película, con una máquina de escribir que estalla en un contenedor y la tensa espera de un montón de personajes en una noche veraniega, entre ellos, Tina, dolorida por fuera y sobre todo por dentro porque todos la han engañado, con el rímel corrido y con frío, también por fuera y por dentro. Por una vez en las películas de Almodóvar, la policía aparece con un papel positivo, y uno de sus agentes tiene la delicadeza de prestarle su cazadora al personaje más vulnerable de toda la película. Me parece un hermoso detalle de humanidad del que, probablemente, ni él mismo conoce el alcance. Cada vez que veo la película este detalle me conmueve y también me hace llorar.
Las películas españolas en su gran mayoría están rodadas en Madrid. Es un hecho que debe de encerrar multitud de razones que lo justifiquen. De vez en cuando, algunos directores se largan a otros paisajes para recrear lejos el espíritu de Madrid, de hoy y de otras veces. Aducen que es más barato y que las (irritantes) trabas municipales apenas existen. Incluso en algunos casos añaden que llegan a ofrecerles todas las facilidades. Lo cierto es que Madrid como decorado fílmico e incluso como protagonista ahorra multitud de explicaciones que serían necesarias si la historia contada estuviera ambientada en otra latitud.
Las últimas películas españolas que he visto -con retraso-, están, por supuesto, rodadas y ambientadas en Madrid: Piedras y La mirada violeta. Las dos me han gustado, cada una en su estilo. Para la sesión de Piedras recuperé Sagitario, también rodada en Madrid. Y tienen muchas conexiones. En realidad, tengo que calificar Piedras de pastiche, pero me sigue gustando a pesar de ello. Después de verla, he sentido por primera vez nostalgia de Madrid y ganas de volver a vivir allí una temporada.
Recuerdo haberme tropezado alguna vez con el rodaje en la calle Valverde y en Plaza de España, esquina con la calle Reyes. Madrid está muy presente y muy reconocible en la película, y es el Madrid que yo viví cada día; casi se puede decir que es el personaje con mayor protagonismo. Comparte con Sagitario, además, la estructura de historias que se cruzan, aunque en Sagitario haya una historia claramente dominante. Y tres actores: Ángela Molina, Enrique Alcides y Manuel de Blas. Los diálogos son infinitamente mejores en Sagitario, no en vano está detrás de ellos Vicente Molina Foix.
Por Sagitario siento devoción: no es fácil de degustar y tampoco es para todos los paladares. Pero para mí representa, además, la oportunidad de pasar casi dos horas con Ángela Molina, que aparece en casi todas las secuencias y está bellamente fotografiada. Bueno, está bellamente TODO. Y me encanta ver reflejada la amistad (por la amistad) en personajes maduros, en dos personajes cuarentones como Rosa y Jaime, algo que el cine no suele reflejar.
En Piedras también hay amistad: Leire y Javier, por ejemplo. Una música preciosa de Pascal Gaigne. Una curiosa teoría sobre los zapatos, los pies y los podólogos, que hila las historias. Y terrazas, que es una de mis debilidades. La secuencia final de la película, cuando Leire le escribe a Javier una hermosa carta llena de vida y honestidad, está rodada en una terraza vecina a la mía, aunque tenía aún mejores vistas: la Casa de Campo, las cúpulas de la estación de Príncipe Pío, la cúpula seudobizantina de la iglesia de San José y Santa Teresa y el edificio España de Plaza de España. Casi nada.
El Madrid que yo amo aparece, pues, muy bien reflejado. Por eso casi me da miedo volver. Porque me dicen algunos amigos que en estos años ese Madrid está destruido, que ha desaparecido y que es definitivamente irrecuperable. Pero luego escucho en la radio -en una entrevista que me descubrió a un personaje entrañable- a otra amante de Madrid, la poeta Elsa López, y sostiene que, después de todo lo que ha viajado, Madrid sigue siendo una de las ciudades más hermosas que conoce, que en Madrid la gente pasea todavía, y te miran y sonríen y te hablan. Y yo quiero creérmelo. Quiero creer que las ciudades son la gente –la mejor entre ella- y además que, para lo bueno y para lo malo, sobreviven –salvo catástrofe- a esa gente. A todos nosotros.
A Madrid. Con amor.
sábado, mayo 20, 2006
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1 comentario:
Madrid es mágica. Concentra todos los sueños de las personas llegadas de provincias. Ilusiones por triunfar, cada uno en su terreno, claro. Aunque ahora es una ciudad terrible de la que necesito desconectar un tiempo. Pero cuando te marchas, estás deseando volver. Es adictiva.
Por cierto, me encanta tus gustos cinematográficos.
Un saludo :)
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