viernes, enero 13, 2006

El jinete polaco

Supongo que es un error volver a los lugares en que uno ha sido feliz porque nunca van a repetirse las mismas circunstancias y uno se arriesga a resultar decepcionado. Supongo también que recurrir una y otra vez (“como decían los clásicos”) a las mismas fuentes de las que uno se nutre acaba por resultar empobrecedor porque uno se pierde otras muchas cosas. A menos que uno sea capaz de alguna manera de darle la vuelta. Ese es el paso que yo nunca sé dar, en general, y una y otra vez abro los mismos libros que me emocionaron o que me hicieron reír. Releo páginas sueltas de guiones de Woody Allen o de Pedro Almodóvar. O de Berlanga. O de Billy Wilder. O de obras de teatro de Lope de Vega o de Jardiel Poncela. (De hecho, he puesto en mi buzón que vivo con él: Vipère de Gabón – Enrique Jardiel Poncela). Entre los textos que me gustaría haber escrito está el final de El jinete polaco, que me emociona cada vez que lo leo. Recuerdo haberlo leído con una amiguita que ahora está en Texas, a las seis de la mañana, y haber acabado los dos con lágrimas en los ojos en el sofá. A raíz de este libro me convertí en seguidor de Antonio Muñoz Molina, y me leí casi todo lo que había publicado hasta entonces. Una mañana de domingo salí a sacar fotos de Madrid antes de que se levantara la gente, y me lo crucé mientras paseaba a sus perrillos. La verdad es que no pude evitar abordarlo –algo que afortunadamente ya he corregido- y contarle, le interesara o no, cuánto había disfrutado con su libro, que había leído años atrás. Y debió de halagarle la vanidad porque accedió sin la menor excusa a que lo entrevista para un periódico de provincias. A la semana siguiente me presenté en su casa –en la misma plaza en la que me lo había cruzado- con mi grabadora y mi batería de preguntas. Me dijo que no teníamos mucho tiempo, una media hora. Pero lo cierto es que empezamos a hablar y no acabamos hasta que Elvira Lindo se puso en jarras en la puerta del salón y dijo que ya era hora de comer. Le hice la entrevista, le enseñé unas fotos que había sacado de mi terruño, próximo al suyo, y él, por su parte, me regaló dedicado un librito muy divertido, Los misterios de Madrid, que recoge el mismo espíritu de la saga protagonizada por el detective-basura de Eduardo Mendoza, pero con sabor a cocido y no a escalibada. Sus últimas obras no las he leído. Un día empecé a tomarle manía (y a Elvira Lindo también: sus columnas me parecen atroces, pero afortunadamente no tengo que leerlas) porque sentía que había perdido su voz, que era otro funcionario más del grupo de comunicación en cuyos medios colaboraba, principalmente por escrito. No había libro o acto protagonizado por algún miembro del clan –Manuel Vicent, el tenor y baloncestista Juan Cruz, Juan Luis Cebrián…- que no presentara Muñoz Molina, cuyos libros a su vez eran presentados por sus compis. Y además todos los domingos escribía una página del suplemento dominical, sin perjuicio de otras colaboraciones en prensa de provincias. ¿Y además tenía que escribir buenas novelas? Pues francamente, eso ya era demasiado. Dicho esto, personas de cuyo criterio me fío me han hablado muy bien de dos de las novelas que no he leído, Plenilunio –que era la que estaba escribiendo cuando yo lo entrevisté- y Sefarad, así que caerán en un momento u otro. Ahora, Muñoz Molina dirige la sede del Instituto Cervantes en Nueva York. Yo no. ¡Qué envidia! No me cabe duda de que bajo su batuta la programación debe proponer actividades y ciclos interesantes. Me encantaría participar en ellas. Y vivir una temporada en Nueva York. En aquella entrevista le expliqué cuánto me había gustado el final de su libro, que les he copiado aquí abajo, y él me contó, entre otras cosas, que había una errata en ese texto: Siod debía haber aparecido como Soid, Dios al revés. Así que aquí lo he trascrito corregido. “Soy yo quien te habla, quien se acuerda de ti, yo el que despierta con el sol en los ojos y piensa que hoy mismo habrás venido, que ya aguardas aturdida de sueño en una sórdida estación de autobuses, vestida de viaje, con una cazadora negra, un pantalón ajustado y unas cortas botas puntiagudas, quien una hora antes de que llegues ya ha subido a esperarte, para evitar toda incertidumbre, comprueba el panel de horarios, interroga angustiosamente al empleado, te ve buscarlo tras la ventanilla del autobús que acaba de irrumpir en la estación con diez minutos imperdonables de retraso, tira el cigarrillo, le parece que el corazón se le ha alojado en el estómago, se adelanta hacia ti entre borrosos viajeros y al ver tu melena despeinada y la tranquila felicidad con que le sonríes al reconocerlo piensa, dice en voz baja, un segundo antes de que te abraces golosa y desesperadamente a él, como si rezara una letanía, Dog, Soid, Brausen, Elohim, quienquiera que no seas y dondequiera que no estés, señor de las bestias y de los gusanos, legislador de océanos y muchedumbres aniquiladas de hombres, dueño insensato de la ironía y de la destrucción y del azar, tú que la hiciste a la medida exacta de todos mis deseos, que modelaste su cara y sus manos y sus tobillos y la forma de sus pies, que me engendraste a mí y que me fuiste salvando día a día para que me hiciera hombre y la necesitara y la encontrara, que la llevaste una mañana a una hora precisa a un lugar de Madrid y luego me concediste el privilegio de que apareciera en la cafetería de un hotel de Nueva York, no permitas que ahora la pierda, que me envenene el miedo o la costumbre de la decepción, guárdala para mí igual que guardaste a sus mayores para que la trajeran al mundo y sembraste el coraje una noche de julio en el corazón atribulado de su padre y lo enviaste al destierro con el único propósito de que ella naciera para mí veinte años después, y si a pesar de todo me la vas a quitar, no permitas la lenta degradación ni la mentira, fulmíname en el primer minuto de rencor o de tedio, que me quede sin ella y sufra como un perro pero que no me degrade confortablemente a su lado, que no haya tregua ni consuelo ni vida futura para ninguno de los dos, que las manos se nos vuelvan ortigas y tengamos que mirarnos el uno al otro como dos figuras de cera con los ojos de cristal, pero si es posible, concédenos el privilegio de no saciarnos jamás, alúmbranos y ciéganos, dicta para nosotros un porvenir del que por primera vez en nuestras vidas ya no queramos desertar. Recuerdo lo que aún no he vivido, tengo miedo de ser plenamente quien soy, en el vestíbulo de la estación de Mágina un altavoz anuncia la llegada del autobús procedente de Madrid, abrevio el tiempo para estrechar ahora mismo tu cuerpo ávido y delgado, vienes hacia mí con una bolsa al hombro y una maleta en la mano, apareces delante de la cama en la habitación del hotel con el pelo suelto sobre los hombros desnudos, no me acuerdo de nada, no me he dado cuenta de que empezaba a anochecer, no sé si estoy contigo en Mágina, en Nueva York o en Madrid, dice Nadia, pero me da lo mismo, no sienten más que gratitud y deseo”. (El jinete polaco, pp. 570-571).

1 comentario:

Enrique Gallud Jardiel dijo...

Muchas gracias por su comentario sobre mi abuelo.