Yo andaba naufragando por los 30. ¿Éxito? Para nada. Oye, como fatal, desesperada. Y entre mis labios, triste y macilenta, una colilla se quemaba.
Tal que Martirio me encontraba yo cuando decidí ponerme el mundo por montera, montarme en un avión y no bajarme mientras quedara queroseno en su motor. Y así aterricé al este de Madagascar, en pleno Trópico de Capricornio, dispuesto a compartir mis conocimientos de español con una cuadrilla de adolescentes que cubrían todo el arco que va desde el mestizo de más altos coturnos hasta el alemán más macarra. Y llegó la hora de dar la primera clase. Tras las presentaciones, les repartí una viñeta de Forges. Mi pretensión era hablar sobre la televisión como medio de información, de formación y de entretenimiento, y de su relación con ella: propuestas, lo que se puede mejorar, lo que les gustaría ver, etc. Pero me vi obligado a tratar de otros asuntos imprevistos, la verdad. La coprofagia, por ejemplo.
La viñeta representaba un plató de televisión con un presentador y varios invitados, todos estereotipados: un travesti, un señor con pinta de profesor, un fan de Metálica, un jovenzuelo con gafas de muchos aumentos y la gorra puesta del revés y alguien más. Se trataba de describirlos. Había que pensar que la referencia era un programa de debate (o gritos, generalmente).
El texto puesto en boca del presentador era el siguiente: “Y Vd., como eminente filósofo, ¿qué opina de la nueva cocina coprofágica?”
Y claro, la primera pregunta que suscitó el dibujo fue la siguiente:
-Monsieur, ¿qué significa coprofágica?
- Pues es muy fácil. Viene del griego: copro, merde; y fago: manger. Hay otras muchas palabras con la misma raíz: fagocitar, antropofagia.
A mí me parecía tan divertido el dibujo –como siempre me pasa con Forges- que no había reparado en esa sencilla cuestión semántica. Pero claro, los adolescentes sí habían reparado, digamos que habían capitalizado toda su atención en ese término y fue un poco difícil reconducir el resto de la clase. Risas, nuevas propuestas combinatorias y miradas que yo no sabía cómo interpretar. Hasta que por fin sonó el bendito timbre.
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