Lo fácil en esta entrada habría sido recordar a Kafka; darle la razón siempre a Soren Kierkegaard, como Woody Allen; magnificar los morros y el morbo de Val Kilmer antes de su… dejémoslo en abandono actual o caída en picado; intentar explicar la hiperactividad de Nicole Kidman y la mala pata que la chica tiene con los novios; felicitar a los agraciados por el noviazgo –si alguien no me lo desmiente- entre Keanu Reeves y Diane Keaton, que debería servir de una vez por todas para hacer saltar por los aires la hipócrita y ridícula convención social por la que, en el mejor de los casos, solo fruncimos el entrecejo cuando los 20 años de diferencia en una pareja son a favor de ella (por cierto, ahora que me acuerdo, Joan Collins, pionera donde las haya, subió el listón hasta los 36 años de diferencia con su marido de 2002, que no sé si sigue siendo el actual, porque me imagino que cuando le agarras el gusto a casarte ya nada te detiene); hablar con la boca chica de los aciertos y tropiezos de Kenneth Branagh o de la retroalimentación de los misterios de los Kennedy; recuperar a Buster Keaton y su profunda tristeza; comentar el buen trabajo de Kevin Kline, cuando le apetece; temblar ante el drama de las kilocalorías; frivolizar sobre la importancia de llamarte Calvin Klein, aunque solo sea para tener tu ración de cielo con esos anuncios de calzoncillos en los que se embuten esos modelos que parecen irreales; contar la procedencia de mis dos kilims; la ausencia de todo erotismo de Carlos de Inglaterra, con o sin kilt; lo sobrevalorado que está Jack Kerouac; reconocer mi falta de adhesión a la trilogía de Krysztof Kieslowski –bueno, de hecho me planté cuando se estrenó Rojo; todavía me siento culpable de no haber sabido apreciar Azul y Blanco, así que tengo pendiente un nuevo visionado-; recordar para que nunca vuelva a repetirse el magnicidio en Kigali y otras ciudades ruandesas, del que ya se han cumplido 11 años; escuchar a Kiko Veneno, porque Está muy bien eso del cariño; recomendar la dieta del kiwi porque tu tránsito intestinal te lo agradecerá; traer a colación a Martin Luter King porque YO también tuve un sueño; rendirme ante la evidencia de que la vida es definitivamente kistch –si no, que nos lo cuenten los amigos madrileños cuando el sábado próximo contemplen la guerra por el fucsia más intenso que preparan los cardenales y las drags más aguerridas, frente a frente, paseándose con mantón de Manila, plataformón y mucho lentejueleo por la calle de Alcalá, con la falda almidoná… para tirarse los tejos en ciertos locales de mala nota unas horas más tarde... O la ineficacia de los koljoses, la pamema de la cumbre de Kyoto, mi total ignorancia sobre Kiribati y Kirguizistán, etceteraetcetera… Ah, me falta el aire.
Pero como todo eso sería demasiado fácil, me voy a quedar con algo que me parece mucho más urgente. Por razones que ahora no vienen al caso, les diré que mantengo con ambas Coreas una relación que solo puedo comparar a la de la uña con el esmalte; vamos, que las Coreas y yo somos como dos extremos de una misma relación. Y ello me ha puesto en ventaja para poder contarles a Vds. la verdadera razón por la que no nos llegan apenas noticias de Corea del Norte: a Kim Jyng Il no le duran sus asesores de imagen. Y, claro, ¡quién en su sano juicio sale a la calle cuando tu estilista te ha dado una patada en el culo! De hecho, nadie debería salir a la calle si no ha sido previamente supervisado por alguien solvente. Por mí, por ejemplo. Así que si no hay foto suya, no hay noticia. Así de sencillo.
Me cuentan que cuando alguien como él te dice el primer día: “Amo los uniformes. Vamos es que me ponen atómico, así que ya sabes la línea que quiero en mi guardarropa”, tú comprendes que ahí no tienes ningún futuro y que tu carrera como estilista corre el riesgo de sufrir un quiebro quizá irreparable, cuando no un descalabro irreversible. Eso, o terminar convirtiéndote en una mamarracha (si es que no lo eres ya, ¿verdad, Sara Montiel? Le hablo como si todavía se contara entre los vivos porque, a su manera, sigue preocupándose de su aspecto desde su mausoleo del Más Allá, de la mano de un peluquero manchego que es capaz de jurar que no tiene pluma).
Pero volviendo a Corea, claro, lo que quiere este señor es de todo punto inviable. Los uniformes no son lo suyo; no le sientan bien. Y tendría que aceptarlo. No van ni con su corte de cara en forma de hogaza, ni con su panza, ni con su estatura (por mucha bota militar con plataforma que se ponga), ni con sus manos de molinero. Ni por supuesto con esas gafas a lo Marujita Díaz, que al parecer también son irrenunciables. Pero de ahí a secuestrar la información que genera todo un país con la excusa de que no da bien en las fotos, de que no es fotogénico, pues media un abismo. Pero como se niega a aceptar que la erótica de los uniformes tiene unos límites muy precisos y que él no cabe dentro de ellos, pues, claro, vuelve locos a los estilistas, que le duran justo el tiempo de colarse, si es que hay hueco, en uno de esos trenes mugrientos que se dirigen hacia China. Porque allí parece que la gente no quiere quedarse ni aunque le regalen el uniforme. Vamos, ni muerta.
En fin, a esperar que la naturaleza siga su curso. No queda más remedio.
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