Si hay un hombre en España que, además de hacerlo todo, cada mes de enero suspira por la entrega de los Premios Goya al mejor cine español del año precedente, ese soy yo. En mi círculo, además de por otras muchas digamos rarezas, este es uno de los motivos para que se me mire en cierto modo de través. Y yo lo comprendo. Entre mis conocidos, la mayoría manifiesta un claro desinterés ante semejante acontecimiento. Otros, los más abiertos ante este tipo de espectáculos, sienten un interés circunstancial, si hay amigos que han trabajado en alguna de las películas candidatas. O a veces porque han tenido una gran idea que podría salvar de la quema, al menos por un año, este escaparate de celebración de lo mejor de nuestra producción cinematográfica. Y entonces me llaman a mí para que les ayude a redondear esta idea, que parece magnífica y que me reservo porque esta mañana, a las 8, el primer sms que he recibido era justamente para proponerme, en vista del ladrillo de gala de ayer, que retomemos nuestro viejo proyecto antes de que nos roben todo su contenido. Y es que nuestro guión obra en poder de la Academia de Cine desde 2001, pero nadie, querida Marisa et al, se dignó nunca a respondernos, aunque solo fuera para rechazarlo.
En otras épocas, veía entre 40 y 60 películas españolas al año. Así que pasaba los meses de octubre y noviembre haciendo mis quinielas de posibles candidatas. Y siempre me equivocaba: mis gustos nunca coinciden con los de los verdaderos académicos, entre los que está claro que funcionan mucho las camarillas: los partidarios de Trueba frente a los de Garci; los almodovarianos que se mueren por trabajar con Pedro, pero que luego pasan de votarlo, etc. Así que cada año unas cuantas de mis pelis favoritas, que no aparecían en ninguna candidatura, quedaban olvidadas para los restos. Nunca serán citadas en ningún reportaje, ni en ningún resumen del año o de la historia de la Academia. Insomnio, de Chus Gutiérrez, es por ejemplo una de ellas. Otra es El dedo en la llaga, de Alberto Lecchi.
Luego, he tenido épocas en que he visto solo tres o cuatro películas españolas en un año –y recuerdo una vez que entre ellas se coló la inenarrable Noche de reyes, de Miguel Bardem, una de las peores películas que recuerdo-. En estos casos, me limitaba a votar las propuestas de la Academia, siguiendo criterios absolutamente subjetivos como “este ya tiene un par de Goyas”; “a este, o se lo dan este año o que se olvide de él porque le quedan dos telediarios”, o “esta chica es una joya, y ya muy bien vestida siempre”. De todas formas, cuando he visto todos los trabajos nominados, tampoco coincido con los académicos.
Y bueno, ayer por fin llegó la gala que llevaba esperando al menos una semana. ¡Qué nervios! Ni que yo estuviera nominado, teniendo en cuenta que no soy ni actor, ni actriz, ni peluquero, ni mamá de la artista, ni productor, ni siquiera un mal pagado guionista. Tampoco soy académico. Pero lo vivo como un protagonista más. Me preparé unos aperitivos, cogí mi cuaderno, mi quiniela, mi radio para los cortes publicitarios y puse una luz suave. No me vestí con mis mejores galas porque era completamente absurdo, dado que me quedaba en casa solito. Pero lo habría hecho si me hubiera ido a cenar con una amiga que me propuso una soirée goyesca.
La gala, salvo contadas ocasiones con nombre propio: Rosa María Sardá, es un auténtico ladrillo. No sabemos hacerla dinámica y entretenida. Son demasiados premios. Es muy difícil de coordinar a todos los presentadores que los entregan porque algunos han llegado al Palacio de Congresos del Ifema solo minutos antes. Pero sobre todo no se puede prever la intervención del ganador, que en algunos casos puede llegar a convertirse en una decena de ganadores sin el menor recato. Y como te toquen dos cuadrillas de esta ralea en una gala, no hay guionista que no salga escaldado.
Fue lo que pasó ayer. Suele ocurrir en las categorías que menos interesan a nadie, los efectos especiales, los cortos –de animación, documental o de ficción, es igual: “Haced vuestros cortos y quedaos en vuestra cueva, a juzgar por el aspecto, pero, por el amor de Dios, no nos deis la brasa con una letanía de agradecimientos que aburre a las ovejas, quiero compartirlo con Fran, Panchi, Rebeca y María Aránzazu, de Peliculinis Templis. También se lo dedico a mis padres, a mi abuela Alfonsa, que me estará viendo desde la residencia y a mi novia, ¿Queeeeé? ¿Que tú tienes novia, con esa barriga, esa alopecia, esos dientes y esas gafas de fantasía? Vamos, hombre, y yo me he caído de un guindo. Y ahora llega otro: Pues como ha dicho mi compañero, bla, bla, bla, y además con todo el personal del bar El Cruce, a mis padres y a toda mi familia, que me soporta y que ha permitido que hiciera realidad mi sueño, ¿te refieres a mi sueño, al bostezo que me produces, a las ganas que tengo de darte un puntapié? Y todavía quedan tres asesinables…
La ceremonia de ayer fue sobria, nostálgica y de autobombo, que es de lo que se trataba. Y aburrida. A mí me gustó ver los vídeos con todos esos momentos divertidos de Fernando Fernán-Gómez. Y desde luego fue una gran idea –de dudosa autoría, digámoslo de paso- concebir, al final de una escalinata, una pantalla sobre la que se proyectaban todos estos montajes y de la que salía, a través de una apertura vaginal, la actriz encargada de entregar el premio correspondiente. Pero el guión falló tanto como que quizás no existía. Concha Velasco, que siempre resulta un valor seguro y de quien yo soy tan fan, no parecía muy metida en la historia. Y Antonio Resines, que es un tío fantástico, parecía más bien a bordo de su moto. Y supongo que lo hicieron tan bien como pudieron hacerlo. Y detrás de todo esto esta una persona tan solvente como Fernando Méndez-Leite. Pero la ceremonia duró 250 minutos. Fue la más larga que cualquier edición precedente, atrajo a 2.297.000 espectadores, lo que supone solo un 18’7% de share, la cifra más baja en los últimos años (según informa elmundo.es).
Fernando Méndez-Leite recomendó o exigió, según los casos, brevedad. Algunos escucharon y otros no solo no lo hicieron, sino que anunciaron que no lo iban a hacer. ¡Qué finos y qué monos ellos! Por su parte, el señor notario debe arreglar el asunto de la guerra de los sobres: el enésimo comentario de “Pues sí que es difícil abrir esto” no tiene gracia. No basta con saber firmar.
Para entrar en faena, diré que la ministra del ramo me pareció una vez más una mamarracha en toda regla. Con ese traje de Ágatha para "apoyar la moda española" y que calificó de “romántico”, pues la verdad, sobran las palabras. Y luego cada vez que la encuadraban en la televisión parecía a punto de echarse una cabezada. Mire, yo soy un simple espectador y puedo echarme a dormir cuando me dé la gana. Pero Vd. acude como ministra y ya podría venir dormida de su casa. Y me da igual que la gala sea un pestiño o no. Por mí, como si es un concierto de Luis Cobos. Eso es lo que hay, y si no le gusta, se chuta lo que le dé la gana en el baño y pone cara de estar interesada.
Me encantó volver a Carmelo Gómez, que tenía su Goya por Días contados, pero ya han pasado 10 años. Me encantó ver su película, El método, y me encantó escuchar que se lo dedicaba a la gran Pilar Miró.
También me alegré especialmente de que Elvira Mínguez ganara por fin este premio: está fantástica en Tapas y ya era hora de que se le reconociera su buen trabajo siempre. Lo dedicó al público que sigue yendo a ver cine español, aunque a veces no sea bueno, y a todos los que cuentan las historias de mujeres de más de 40 que solo esperan que sean contadas. Otro de mis Goyas favoritos fue el de la Mejor Canción Original para Manu Chao por Me llaman Caye, de Princesas. El premio lo recogió la presidenta del Colectivo Hetairas, de apoyo a las prostitutas.
Me congratulo del triunfo de Isabel Coixet, a quien le recomendaría un inmediato asesor de imagen: si tu cara no te gusta, ponte un casco, pero renuncia a ese flequillo, a esas greñas en las mejillas y a esas gafazas blancas. Y renuncia también a gestos que yo sea incapaz de identificar como de pánico, como los de hace dos años cuando ganó con Mi vida sin mí.
Para mí la más guapa y espectacular fue Maribel Verdú –en vista de que no estaba Elena Anaya-, a quien le sienta muy bien desaparecer de vez en cuando una temporada. Presentó con el actor francés José García, de nuevo de rodaje en España. El más guapo, delgado y atractivo fue una vez más Eduardo Noriega (y su bigote).
Carmen Maura acertó plenamente con su pantalón negro y su haut ajustado rojo intenso del letiziano Lorenzo Caprile. Apareció fantástica.. Formó pareja con su compañero de reparto en ¡Ay, Carmela!, un demacrado Andrés Pajares, claramente traicionado por su diseñista capilar. El tinte cobrizo debería de estar internacionalmente prohibido si todavía no lo está.
La puertorriqueña Micaela Nevárez es monísima, pero el premio a la Mejor Actriz Revelación debería haber ido a parar a Isabel Ampudia, la única posibilidad de reflotar una interesante película titulada 15 días contigo.
Óscar Jaenada al parecer borda a Camarón, pero me dio pena que el elegante y entrañable Manuel Alexandre se fuera a casa sin su Goya.
Y me encantó Candela Peña, con su segundo Goya, y su bonita dedicatoria, una condensada declaración de amor a sus padres y un breve anecdotario que incluía la carta que le escribió de pequeña a la reina para que le enviara una foto del príncipe porque ella quería ser princesa. Y anoche lo fue: tenía su Goya por Princesas y tenía a su príncipe, el director Fernando León.
Y yo, sin que nadie me dirigiera la palabra, viví algunos premios como si se los dieran a alguien cercano, alguien que fuera a compartirlos conmigo. Bueno, pues solo queda un año para una nueva decepción.