miércoles, mayo 18, 2005

Juego pirotécnico

Al parecer, la culpa la tuvo el linóleo. La señora Luz O. N. y su hijo Antón I. O. mantenían una convivencia civilizada –es decir, con los gritos e insultos mínimos- hasta que el linóleo marrón con lunares grises y rosas de la cocina se adueñaba, como un terrateniente, de la conversación. Entonces, se perdían el respeto:
- ¡Borracho! - ¡Y tú más! No me extraña que papá te dejara: yo también lo habría hecho. Y mucho antes. - Ya, lo que pasa es que Elena no te ha dado la opción: te ha dejado ella primero… Bueno él, si me permites. Normal: eres un inútil. Eran líneas de un diálogo que tenían perfectamente aprendido en modulaciones que lo mismo podían acompañarse con una bata de Pirineos que con un chándal de mercadillo, dos de sus prendas favoritas. Pero el día de autos, la cosa fue un poco más lejos, y Antón, sin recurrir al acostumbrado diálogo de besugos, puso a su madre sobre el tapete de croché una delicada dicotomía que puede resumirse más o menos así: “O el linóleo o yo. Tú verás.” Y la señora Luz eligió, por supuesto. Así que Antón esperó el descanso de Reina por un día, momento en que su madre se quedaba un poco traspuesta, y le roció un bote entero de colonia de baño tamaño familiar antes de prenderle fuego como a una tea, con el tiempo justo de bajarse al bar de la esquina para ver el partido. Al partido del sábado y al vermú de grifo les era totalmente fiel. Mientras tanto, la escena en la casa presentaba a una señora que se acababa de despertar precipitadamente y envuelta en llamas y corría hacia la puerta de entrada sin poder gritar porque el fuego la inhibía. ¡Qué fatalidad!, ¿verdad? Una vez en el pasillo, la típica vecina de enfrente estaba preparada con los brazos y la manta zamorana abiertos porque, en cuanto escuchaba la palabra linóleo a través del tabique, ella cogía su kit de supervivencia y se preparaba para cualquier contingencia. Unas veces llamaba a los de la bodega y otras a la ambulancia, que en esta ocasión ya esperaba abajo detrás de un taxi averiado. Así que esta vez no hubo riesgos de que los primeros auxilios se convirtieran también en los últimos. Tras los análisis preliminares, descubrieron que las quemaduras de la señora Luz apenas habían servido para hacer desaparecer, de una vez por todas, el molesto y vigoroso vello de sus brazos y otras partes de su cuerpo, ya que su piel contenía una sustancia ignífuga desconocida que podría hacerla de oro si la patentaba y la comercializaba para, por ejemplo, los tejidos que tapizan las butacas de los teatros de medio mundo. Pero antes debía librarse a la ciencia y someterse a los estudios dirigidos por un pariente del doctor Voronof para aislar dicha sustancia, así que no podía volver inmediatamente a su casa, que, desprovista de esa milagrosa sustancia, SÍ había ardido. Después de esto y del viaje que pensaba hacer con el médico que la había atendido, reflexionaría sobre si en realidad no se había excedido en la importancia concedida a unos cuantos metros de linóleo marrón con lunares pegado en el suelo de la cocina. En cuanto al hijo, al salir del portal, se dirigió al bar y encendió un cigarrillo. El taxista que intentaba arreglar su coche, justo delante de la ambulancia de servicio, le preguntó cortésmente: “¿Qué, haciendo fuego?”, que es la típica pregunta que solemos hacer cuando alguien enciende un cigarrillo a nuestro lado. Y Antón respondió sin el menor temblor: “No lo sabe Vd. bien”, una respuesta igualmente típica. Aunque era muy aficionado a atar cabos, no asoció la ambulancia con la señora que ardía como una bengala en el rellano del cuarto piso, a la sazón, su madre. Una vez en el bar, antes de que hubiera podido probar su vermú, llegó la policía. Él mismo les explicó que en el minuto dos del partido los nuestros, esos inútiles, habían marcado el primer tanto en portería propia. La policía también quería saber si habían anunciado ya quién sería el concursante de la siguiente edición de Reina por un día. Antón seguía demasiado abstraído como para atar cabos. En el descanso cambiaron a Tele-tú, donde una señora de aspecto dulce, pero muy mal maquillada, con el pelo levemente chamuscado aparecía buscando cualquier cosa en la entrepierna de un señor de bata blanca. Al fondo se veían unos pósteres de playas paradisíacas que representaban el premio del programa de aquella semana: un viaje para dos personas a Nueva Caledonia. La proeza personal y científica que había vivido aquella señora en carne propia la había hecho merecedora de ser elegida protagonista de Reina por un día, casualmente patrocinado por una conocida marca de linóleo. Antón no pudo reprimir un sincero y espontáneo: “¡Anda, pero si es mi madre! ¿Dónde piensa ir con ese espantapájaros?” Y claro, la policía, que está al quite, no se lo pensó dos veces. Una vez en el cuartelillo, y con el equipo local en bancarrota porque habían marcado en portería propia otros 4 goles, la vecina de la manta zamorana aparecía también por la televisión reivindicando su parte de protagonismo en la historia, a la vez que ofrecía una reveladora apostilla final: “Antón vivía con su madre desde que su mujer decidió cambiar de sexo. Y, claro, él no vio otra salida que volver con su madre, que no es ninguna solución, sino una huida hacia delante, ¿verdad? Yo al menos lo veo así. Tenía una intensa halitosis que resultaba casi anestesiante y decía, aunque yo tengo mis reservas, que había intentado varias veces suicidarse. Eso era lo que él decía, pero ¿quién lo ha visto cortándose las venas o atiborrándose de pastillas? Yo no desde luego. Y vivo enfrente. ¿Cuándo emiten esto?”.

1 comentario:

Manuel dijo...

chispeante...no debería ser incendiario?