domingo, mayo 01, 2005

Paseo por los infiernos

Bueno, pues hemos sobrevivido, y aquí estamos: con ganas de empezar de nuevo y de esconder en lo más recóndito de nuestra memoria todo lo que ocurrió anoche en un antro de feroz atrocidad de la Cité Funéraire. Por el momento hemos empezado por huir y refugiarnos en mi guarida, con la nada secreta esperanza de salvar el pellejo. Si no lo conseguimos, he dejado estipulado en mi testamento que mi piel vaya íntegra para la gran María de Rumanía. Es el menor detalle que puedo tener con ella para que se haga unas botas, un bolso y un cinturón a juego, después de cómo nos acogió en el Grand Palais: de maravilla, como siempre, dejándonos todo un ala para nosotros. A saber: la mamá de Babykiller, el propio Babykiller –más killer y más baby que nunca- y una servidora. Y es que Baby y su madre tenían una importante misión que cumplir: hallar las Claves de las Santas Reliquias, y yo me solidaricé de inmediato con ellos. Total, que los pasos nos condujeron a la citada Cité. Pero al llegar la noche sentimos la picazón del séptimo día y, desoyendo las sabias palabras de la Gran María que tanto nos quiere, nos encaminamos a las catacumbas de la ciudad: –Aquí no hay catacumbas, queridos míos. Aquí lo que hay son cloacas. Una frase que encierra toda una cosmovisión y que cayó en oídos sordos. Una y no más, Santo Tomás. A partir de ahora, lo que diga María va a misa. Llegamos al antro y, sin tiempo para recuperarnos del shock sufrido a la entrada -qué espejos, my god, qué cortina de flecos, qué todo: no se puede decorar un antro bajo los efectos ana(l)bolizantes del chorizo de Carchelejo-, sufrimos las miradas incisivas como bisturís de una caterva de garrulazos que había descubierto los cantos de sirena de la licra sin tiempo para abandonar el poder cautivador de una cosechadora que produce alpacas con formas artísticas. Al menos había varias de ellas aparcadas justo a la puerta. Una vez que hubimos recorrido la interminable escalinata de cemento, habiendo conseguido, aunque parezca mentira, abstraernos de los espejos y de una luz que solo debe de ser legal en la sala de disecciones de la morgue de una ciudad de provincias, llegamos a la barra y le pedimos a la Cantante Calva dos gin-tonics. Pero no fue suficiente. Y nos pusimos inmediatamente a cortar trajes, más o menos lo que acababan de hacer con nosotros pero con un vocabulario aprendido en la parte analógica del Julio Casares, que es nuestro libro de cabecera, gusto y sentido del humor, algo de lo que carecían ESAS. Y ahí empezó el verdadero descenso a los infiernos. No se salvaba ni uno. Bueno, sí: uno, un tal Eric, de nacionalidad canadiense –a ver: cómo iba de las inmediaciones- y de profesión… Sus Labores, probablemente. Los demás eran la viva imagen del apocalipsis, carne de pogromo, material elemental para avivar el fuego purificador de todo lo que arde –fallas y rascacielos de familias con apellidos de resonancias lácteas-. Total, que ya no me cabe ninguna duda: el armagedón está a la vuelta de la esquina, y por el momento hay un parque temático que lo reproduce à merveille. Bueno, pero esto no era todo. Ni mucho menos. Todavía quedaba un tableau vivant al que hacer frente. Literalmente. La gente se piensa que una peluca te convierte en artista. Y no es así, en absoluto. La lobotomía tampoco, pero si caes en buenas manos, todavía se puede hacer algo. En el caso de los dos transformer-terroristas del lenguaje que tuvimos la desgracia de padecer no había nada que hacer. Excepto quemarlos vivos. Sin misericordia. Si ellos no la tienen conmigo, no veo por qué tendría yo que mirar para otro lado. Al fuego lo que es del fuego. Bueno, es que lo recuerdo y todavía se me escama la piel. En lugar de decir “Buenas noches”, empezaron diciendo "Mariconeeeeeeeh" (sibilante aspirada, muy aspirada). Y a partir de ahí fue imposible sacarlos de polla y tres verbos sin conjugar prácticamente: chupar, follar y mamar… De mamarrachas, probablemente. Vamos, probablemente no; sin duda. Imitaron a varias artistas tan execrables como ellas. A mí podrían haberme dicho que eran chinas y no habría podido oponer ningún tipo de resistencia. Alteraban traje, canción y peluca: una canción, un traje, una peluca. Otra, otro traje (o ausencia de), otra peluca. Lo único que repetían sin tregua era el discurso: polla, chupar, follar, mamar. Ah, en honor a la verdad, diré que hicieron una salvedad: chupachules. En ese momento, mi capacidad de retención de líquidos -y lípidos... ajenos- alcanzó mi límite de aguante sin que pareciera que YO estaba aprobando TODO AQUELLO. Y empecé a insultarlas con la idea de hacerles comprender que aquello no podía continuar así. Pero no debieron de entenderme porque bajaron aún más el listón (e incluso bajaron del escenario blandiendo el micrófono, que hasta ese momento les había servido de falo, de chupachul y, al parecer, pretendían que les sirviera también de arma arrojadiza) y yo empecé a sentir una rigidez en el cuello que sin duda no me hacía ningún bien. Y entonces el resto de garrulazos, creyendo que les robábamos el protagonismo –lo que era completamente cierto- las secundaron. En aquel momento, se hizo aconsejable montarnos en la escoba y poner pies en polvo-rosa. Y así lo hicimos. Y sin escupirles a la cara, aunque parezca increíble. Y ahora estamos a 100 kms –lo que si quieren que les sea honesto no me parecen bastantes- de esa gentuza dispuestos a triunfar y … encontrarnos con mucha más gentuza. De eso no nos cabe la menor duda. Así que nos vamos. A las calles. Tendrán cumplida cuenta de lo que nos ocurra... si seguimos vivos.

2 comentarios:

Madame X. dijo...

Amén, hermano.

Manuel dijo...

Eso es tener esíritu aventurero.
El Señor (el que sea, nomás que sirva pa potregerlas) las acompañe.