domingo, mayo 22, 2005

Terrazas

Pasé la tarde de ayer en la terraza de la buhardilla de un amigo, en pleno centro de la ciudad. Se trata de un apartamento pequeñito situado en una preciosa casa totalmente renovada que, anteriormente, entre otras funciones, había tenido la de colegio mayor. Además de la terraza, que da al patio y mira hacia poniente, y del balcón, que da a la calle, me encantó el patio con su pequeño surtidor, sus columnas de piedra, su piso empedrado formando motivos vegetales, la azulejería y el fresco.
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Pero mi debilidad son las terrazas. Durante 10 años viví en un ático, así que tenía una superterraza y me acostumbré a ello: creía que todas las casas en las que viviera en adelante tendrían como mínimo una terraza igual. Pero no es así, como he tenido ocasión de comprobar posteriormente.
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Seguramente los momentos más bonitos que viví en aquella ciudad ocurrieron en mi terraza, que también miraba a poniente. También protagonicé allí algunos bastante ridículos, y no me refiero solo a la coreografía de La Chinita de Shanghai valiéndome de un abanico: "La chinita de Shanghai era una loca, mucha gracia, vergüenza poca. Por toda ropa un pai-pai, siempre armaba el guirigay (...) Compañías portuguesas, piratas chinos y un reyezuelo filipino, la armada inglesa y un samurai, todos se rifaban a Soo Pin Chai (...) Y cuando descubrían el misterio de Soo Pin Chai, algunos decían ¡Huy! y otros decían ¡Caray". Y también me recuerdo al borde de saltar a la calle desde allí, mientras hacía tests del código de circulación (escrito por analfabetos, claro), en unas calurosas noches del mes de julio.
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Noviembre era el mes en el que podía observar las más hermosas puestas de sol de todo el año y con más frecuencia. Casi a diario. El momento mágico apenas duraba algo más de un minuto. Podía estar escribiendo en el estudio, que tenía la misma orientación y de pronto me daba cuenta de que ese día iba a haber una preciosa puesta de sol. El sol se convertía en una gran naranja más allá de la Casa de Campo y coloreaba el horizonte con toda la gama de colores que iba desde el rosa en las nubes al rojo y los naranjas escondiendo por un rato los grises de la polución.
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El ático tenía el inconveniente de carecer de un aislante que lo protegiera de las temperaturas extremas. Así que hacía bastante frío en invierno y bastante calor en verano. Por la orientación, el sol daba desde el mediodía hasta la puesta. Eso, en invierno, era una ventaja. Algunas noches de verano me salía a dormir a la terraza. Sacaba la cama, el colchón, las sábanas. Y me encantaba arroparme cuando empezaba a refrescar hacia las cuatro o las cinco de la mañana.
De pequeño me horripilaban las salamanquesas (o gecos), pero en esa terraza aprendí a tolerarlas. Nunca me comí a ninguna: diversifiqué mi dieta. Y tampoco las espanté porque no me molestaban en absoluto. Ellas estaban en su pared y yo en mi sillón, y coexistíamos civilizadamente. Más tarde, conocí a otros miembros de esa familia, los margouillats, que eran como un clan, una familia numerosa que se instalaba en mi habitación de la Casa de madera. Al principio no me hacía gracia, pero acabé por tolerarlos también. A ver, qué remedio.
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Lo que a mí me apetecía poner en la terraza era una parra que la cubriera entera y que me diera sombra, pero al parecer no era viable porque, según mi padre, se necesitaba demasiada tierra. Así que en lugar de una parra había un toldo y un solo rosal.
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Cenas, fiestas, desayunos, soledad deseada (y no deseada también), música, lecturas, conversaciones de tarde y de madrugada, mojitos, caipirinhas, copas, vinos, cervezas, patés, tortillas de patatas; imaginar, en plan La ventana indiscreta, qué pasaba en las casas de enfrente, que tenían menor altura, por lo que yo sí podía verlos, si quería, pero ellos a mí no; hacer méritos para que los chicos tan monos que vivían al otro lado de la calle me invitaran a cenar con ellos un día... Y si quería darle un toque artístico a las vistas, bastaba con sacar un poco la cabeza para ver el magnífico Palacio Real a mi izquierda.
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Mirar la ciudad desde arriba, desde mi terraza, me producía la sensación de estar en otra distinta, de haberme mudado solo con llegar a casa.
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También ayer por la tarde tuve la sensación de trasladarme a otra ciudad. Delante de mí tenía un decorado de tejados, de torres de iglesias, de campanas, de gatos que tomaban el sol y de pueblos que escalan la sierra, que no es, malgré moi, mi decorado habitual.

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