No me pronunciaré sobre las numerosas noticias luctuosas de los últimos días -el investigador químico Manuel Ballester Boix, Premio Príncipe de Asturias de investigación científica y técnica en 1982 y seis veces candidato al Premio Nobel, falleció el 6 de abril Barcelona a los 85 años: qué gran pérdida- porque en realidad lo que martillea mi inquisitivo intelecto cada vez que pongo los pies en la calle es una cuestión mucho más importante: la imagen. O, para ser más precisos, la falta de imagen. Yo ya no sé qué hacer, pero lo cierto es que mis noches se pasan en un duermevela por causa de las agresiones retinianas que sufro a diario. ¿Por qué la gente se viste tan mal, se peina tan mal, lleva los complementos que peor le sientan y, además, encuentra algo parecido al éxtasis solo por cruzarse conmigo? No lo entiendo. Yo sé que el mundo no es tan feo. ¿Es que nada de lo que menciono está penado por la ley? Y esto por no hablar de la mala educación, de la falta de sentido del humor y de la ordinariez con que, por ejemplo, se puede preguntar a la profesora de latín:
-¿Cuándo vamos a saber las notas de los exámenes?
A mi favor está la miopía que cada vez adorna más mis ojos de color miel.
En Granada es primavera desde hace unos 10 días. Así que después de comer me he ido de paseo. Me he llevado la Narrativa completa de Dorothy Parker, publicada por Debolsillo en 2003, con la intención de tomar un café en alguna terraza con vistas a La Alhambra mientras leo algunos relatos que, si no me equivoco, se han traducido al español por primera vez para esa edición. Pero para llegar hasta allí antes tengo que cruzarme con un carrusel de horrores. No falla. Mujeres que podrían ahorrarse el velo que llevan porque no esconde su fealdad. Hombres igualmente feos que deberían llevar burka. Está claro que contra la concupiscencia, el mejor remedio es la fealdad. Homeless-rastafaris-fashion enganchados a móviles de última generación. Chicos y chicas que piensan que las carnes tolendas blancas al aire son bellas. Y no, no lo son. Botellones en el parque a las cinco de la tarde. ¿La palabra papelera te dice algo, querido? Señoras cuya pasión por Kandinsky las lleva a reproducirse en el pelo su paleta de colores. Entera. Adolescentes asilvestrados que podrían estar hablando (a gritos) en algún dialecto kirguiz porque no identifico ni uno solo de los sonidos. Veinteañeros aderezados con esa íntima pátina de mugre que da su aversión al agua y que han tomado la recién inaugurada plaza del Triunfo para dar rienda suelta a sus fantasías de percusión. Me pregunto cuándo van a completar el decorado con un tigre por aquí o una víbora de Gabón por allá. El grupo del parterre de al lado nos amenazaba a todos los paseantes con dejarnos tuertos con uno de esos juegos de pesos y movimientos simétricos. Et al.
Pero bueno, ya lo tengo asumido. Así que me he dirigido a directamente al carmen de Max Moreau, un paisajista belga que, francamente, no me interesa, pero cuya casa en el Albayzín es maravillosa y está abierta al público. Curiosamente, no había nadie: estaba yo solo. Me he sentado en uno de los bancos del jardín, que no está frondoso porque no llueve (lo suficiente) desde hace mucho, y me he puesto a leer. La señora Parker es maravillosa. Ahora, si cierro los ojos, veo La Alhambra, que se impone frente a toda esa gente que no tiene el imprescindible asesor de imagen, alguien de confianza que le diga:
-Ese gesto sería más propio de alguien que tuviera una mofeta desollada en el bigote. ¿Puedes ensayar otra expresión?
-No, con esos pantalones no sales a la calle. Un pantalón nunca es una faja, ni siquiera en el caso de la faja tubular. Tú verás.
-Sube a tu habitación y te quitas las medias inmediatamente. ¿Medias de rayas con esas piernas cónicas? ¡Por favor!
-¿Te importaría articular al menos uno de cada cuatro sonidos? Entre la ese y la jota hay una diferencia, te pongas como te pongas. Si eres incapaz de hacerla, ¿podrías al menos enriquecer tu léxico con palabras que no las contengan? Te puedes convertir en un experto en aliteraciones.
-No hay ninguna ley que obligue a la abuela, a la madre y a la hija a llevar las mismas gafas, los mismos andares y el mismo tinte capilar.
-Las mechas no son sinónimo de brillo en la sociedad, sobre todo si la palabra mantenimiento no te dice nada. Reflexiona sobre ello.
-Sigue siendo gratuito decir buenos días o adiós, y el efecto de envejecimiento en los labios es prácticamente imperceptible. Con ser maleducada no vas a evitar lo inevitable.
-Etcétera.
Pero como les digo, pasar una hora leyendo frente a La Alhambra siempre compensa porque te hace olvidar (momentáneamente) toda la fealdad alimentada por el hombre.
En el fondo, creo que debería involucrarme más activamente en la política. Así podría trabajar en una campaña que está llamada a ser un éxito: Ni un día más sin asesor de imagen. Por ahí van los tiros para el futuro. Tengo que estructurar una base teórica...
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