- ¿Te has enterado de que se ha muerto Sara Montiel también? ¡Qué pena!, me dijo el otro día el fotógrafo de la agencia, mientras me sacaba una foto para la nueva campaña de Promoción de la Vivienda Social, Pisos unifamiliares del tamaño de una jeringa. Al parecer quería captar en mi rostro una expresión nueva, entre la sorpresa, el dolor, la contención, el escepticismo vital, un poco de incredulidad y también, claro está, el alivio, todo en uno. Cuando sonó el disparo, respondí, sin cambiar el ángulo del mentón ni el arco de la ceja porque soy muy profesional:
-¡Ah! ¿Es que no estaba ya muerta? ¿Estoy expresando suficiente profundidad de campo?
-¡Pues claro que no: acaban de dar la noticia en la tele! ¡Estoy hasta la brenca de cínicas!, replicó a su vez, dejando caer bruscamente la Zenit en el canapé, con una indignación de todo punto desmesurada y grosera, más propia de un restaurador al que acabaran de anunciarle que nunca podrá echarle el guante a La Gioconda, y dando claramente por concluida la sesión de fotos, sin pedirme esta vez que me desnudara.
-Ah, es que hay días que no enciendo la tele. ¿Y cómo se han dado cuenta?
Pero ya no obtuve ninguna respuesta claramente verbal; solo un portazo al final del pasillo.
Y yo no entiendo su reacción, créanme. En mi inocencia, daba por hecho que esta ex actriz y ex cantante estaba muerta y bien muerta desde hacía por lo menos 15 años. Habría podido jugarme medida docena de hilos de oro de los que sujetan mi papada -una papada, dicho sea de paso, producto de los ejercicios de voz de los tiempos en que cantaba de todo, desde cumbias hasta cuplés, pasando por el hip-hop más cañero; pero dejé el mundo de la canción por el de la publicidad, que es más rentable. Y desde entonces no tengo relación con las compañeras. Tengo que ponerme al día consultando el obituario.
A Sara la conocí poco, la verdad. En realidad, solo de vista. Cuando yo empezaba, ella ya llevaba en declive la intemerata. Por eso no me había dado cuenta de que estuviera viva. Recuerdo que, cuando éramos vecinas en la Plaza de España de Madrid, a veces nos cruzábamos en el portal y la confundía con una homeless, una homeless con un abrigazo de armiño, eso sí, que me habría gustado arrancarle y salir corriendo. Pero yo sabía que con mi trabajo llegaría lejos y podría comprarme los abrigos que quisiera. Claro, arreglarse para ella suponía un trabajo de caracterización similar al que ha realizado cada día el equipo de Mar adentro con Javier Bardem. Y no era plan de poner toda esta maquinaria en marcha solo para, pongamos por caso, ir a recoger alguna esmeralda del banco, que al parecer eran sus pedruscos favoritos. Lo cuenta Enrique Herreros -a quien desde aquí quisiera pedirle, por favor, que abandone cualquier veleidad literaria que pueda quedarle; también que renuncie para siempre a los jerseys con lamparones del tamaño del Mar Muerto; perdonen el inciso- en ese libro execrable, Hay bombones y chocolate, que por otro lado tan buenos ratos me hizo pasar, junto a un ángel cuando lo releímos a medias; entonces nos dimos cuenta de que estábamos ante un libro interactivo divertidísimo: lo que leías solo era una provocación para agudizar el ingenio. El libro era lo que tú decías. ¡Ah, qué gusto bajo el sol del trópico y en la mejor compañía! También Maruja Torres incide en la adhesión de la Montiel a las esmeraldas. Lo cuenta en sus memorias periodísticas: "En 1979, cuando ya no se encontraba ni mucho menos en la cima, tuve que entrevistarla. Me miró con condescendencia y, señalando con el índice una de sus orejas, medio cubierta con un engarce de brillantes que rodeaba una enorme esmeralda, me dijo: “Nena, con lo que vale uno de estos pendientes tú podrías vivir más de un año”. Maruja Torres reconoce que consideró la opción de arrancarle el dedo de un mordisco, junto con el voluminoso anillo que lo ornaba, y salir corriendo camino de alguna isla de los Mares del Sur, donde administrándose bien, podría haber vivido el resto de su vida. Pero no se atrevió.
Otra como yo, que tampoco me atreví a agarrarle el abrigo de armiño y coger las de Villadiego.
Me van a perdonar sus más allegados, pero no voy a hacer ningún duelo ni voy a encargar ninguna esquela por ella porque en realidad no la contaba entre nosotras, las ricas y famosas. Lo que sí quiero aprovechar es para señalar que, aunque tengo abrigos de pieles como para parar un tren, algunas joyas y cerros de bisutería, un abrigo más o una joya más siempre, siempre son bienvenidos. Así que este es un mensaje dirigido directamente a sus herederos. También aprovecho para decir que si alguien tiene que sacarme del error respecto a Marujita Díaz, que lo haga sin dilación. No quiero perder más contratos de trabajo a causa de fotógrafos furiosamente locazas que reaccionan con cajas destempladas ante el más leve error de su rival porque, en realidad, no soportan que TÚ seas mejor en todo, que te siente mejor la ropa, que estés más delgada, que seas más divertida y que no pierdas el tiempo en causas perdidas (léase cualquier hombre que no tenga más de 85 años).
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