sábado, abril 09, 2005

Humorismo

Un día sin reírse, pero reírse de verdad, es un día perdido, Luis Buñuel dixit. La frase me ha llegado tan al fondo de mi alma de serpiente que he corrido como si sobre mí se cirniera de nuevo otra colección de maldiciones bíblicas que me obligara en esta ocasión a... no sé, a que me saliera una crin, por ejemplo, y me he matriculado en unas clases de humor. Sí, porque he comprobado que, en contra de lo que pudiera parecer, reírse no es tan fácil. No lo es ni siquiera encajar unas cuantas risotadas espasmódicas ante cualquier espectáculo mediático de dudoso gusto. Es decir, ante cualquier espectáculo y punto, ¿verdad, Ernesto? La risa requiere relajación y desataduras, y hay días en que estamos tan agarrotados y tensos que reírse exige un ímprobo esfuerzo.
Dicen que la risa es lo contrario de la enfermedad, que pone en funcionamiento todos los músculos de nuestro cuerpo, aunque en contrapartida también sea una cantera inagotable de patas de gallo. De ello saben mucho Catherine e Isabelle, toujours refaites. Pero ¡benditas arrugas! que borran de nuestra vida el fantasma de otro día perdido.
Adoro a mi profesora de Ilógica e hilaridad, una de las asignaturas más interesantes de este módulo de humor en el que me he matriculado, y encuentro bellísimas sus arrugas. En la terapia de la risa recomiendan que, cuando no existan estímulos externos para reírse, busquemos dentro (o fuera) de uno mismo y hallaremos motivos sobrados -¡esa nariz que habría sido la envidia de la corte diciochesca empleada como apagavelas oficial de palacio!-, lo cual me parece revolucionario y muy saludable. Dicen que no tomarse demasiado en serio a uno mismo es muy recomendable además para disipar complejos, distanciarse de uno mismo y reírse de lo que queda lejos. Pero ¿cómo se hace? Espero obtener la respuesta en las próximas clases. Mientras tanto nos han aconsejado lecturas clásicas que van desde Cervantes y Quevedo -el primer visionario sobre el asunto de la nariz; luego, Edmond de Rostand también explotó sus posibilidades- hasta Anita Loos, Fran Lebowitz y Maruja Torres.
En Madrid existe desde hace más de 15 años la Academia de Humor, una institución formada por colaboradores de La Codorniz, cuya finalidad es preservar el humor avanzado que se hizo en España desde los 40 hasta los 80. El resultado de su trabajo queda plasmado en una publicación titulada La Golondriz. Las declaraciones de uno de sus artífices, José García, son bien interesantes. Dice que cada vez nos reímos menos y con menos inteligencia, y que las personas que no se ríen están perdidas. Por eso, y en vista de que ni el raciocinio, ni la filosofía ni las religiones al uso -y, mucho menos, las sectas, la entrega sin remisión a la dictadura de las mechas o la televisión, añadiría yo- consiguen nada por sí solas, él propone que el humorismo sea la religión del futuro. Y yo no puedo por menos que aplaudirlo. Dice que la tradición judeocristiana, con su carga alienante del sentido del pecado y de la culpa, ha impedido que se desarrollara el humorismo porque el individuo que se ríe resulta revolucionario y eso siempre ha sido perseguido. Sin embargo, la risa es algo consustancial al hombre que busca divertirse y disfrutar de la vida. El humorismo de verdad debe provocar la reflexión. Pero el humor de hoy no tiene nada que ver con esa idea, como hemos podido comprobar ayer en el funeral del Papa o en la Boda Real de hoy.
Por eso yo me he entregado en cuerpo y alma, desde la mandíbula venenosa hasta el último anillo del cascabel, a la lectura de esos autores recomendados y al aprovechamiento de otras materias como Ética y peluquería y Caricatura y costumbrismo.

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