lunes, abril 04, 2005

De estuco

Así me he quedado esta mañana. ¿En qué momento se les ocurriría a los gobiernos de este mundo liberalizar el uso de la tecnología? No me parece de recibo que el precio que haya que pagar por activar la economía sea el de tener que padecer legiones de adolescentes analfabetos perpetrando crímenes con cámaras digitales en ristre, mientras el pulgar de la otra mano está a punto de salir disparado antes de que el centésimo SMS haya llegado a su destino. Acabarán pareciéndose a Uma Thurman en aquel bodrio de Gus Van Sant titulado Ellas también se deprimen. Y tendrían que recordar cómo le fue a la pobre.
Resulta que cuando voy a Brazzaville me gusta ponerme algunas de mis viejas camisas y no me importa mezclarme con el pueblo. Me piden que escriba cartas de protesta dirigidas al alcalde y notas informativas para las socias de la asociación de mujeres; o que actualice alguna coplilla local o romance de las serranías cercanas, que en buena ley deberían arder, junto con su autor, en una pira por cursis, por ser una loa a la ignorancia y por conculcar las normas más elementales del buen gusto, etceteraetcetéra.
Total, que además de escribir las cartas en cuestión me han pedido que organice los documentos del ordenador, entre ellos Mis Imágenes. ¡Y qué imágenes! Los niños de 14 años deberían tener prohibido celebrar sus cumpleaños. ¡Qué caterva de garrulos! Y ellas parecen recién aterrizadas de Pigalle. Yo comprendo que todos están despertando a la sexualidad, pero por favor que se repriman, como hemos hecho todos, y que no se presten a ser inmortalizados en fotos digitales (ni de ninguna otra naturaleza) durante sus fiestas de cumpleaños. Y si esas son las fotos que han dado por buenas -teniendo en cuenta que se pueden borrar y repetir hasta el infinito-, cómo serían las otras. Ellas, a los 14 años, parecen tener más barra que Liz Taylor. Y de ellos, qué decir: que les sobra el 95% de los fonemas de nuestro alfabeto. Si les dejáramos, la U y, pongamos por caso, la velar sorda, creo que les sobraría todavía espectro fonético como para hacerse un kimono.
En fin, no daba crédito. ¡Qué poses, qué juegos con los calippos de fresa, qué miradas de disipación, qué minifaldas, qué caras mongoloides...! Luego hablan de corrupción de menores. Me gustaría a mí saber cómo está tipificada la corrupción de mayores, que es lo que yo he visto esta mañana.
Por supuesto que he reorganizado gustoso Mis documentos y Mis Imágenes. He enviado todas las imágenes a la papelera, y me he quedado tan pancho. En su lugar, he puesto retratos de santos, de Conchita Barrecheguren, la sensitiva de La Alhambra; de Nuestra Señora de África; de San Sotero, de Santa Dorothy Parker y de San Pedro Chanel, entre otros. Y aquí paz y después gloria.
Y he vuelto al tajo. A ver qué remedio. Pero estoy muy preocupado con estos jovenzuelos, que me parecen horribilinos. Y no solo por las poses de auténticas busconas, ellos y ellas, en sus momentos de asueto, que es lo que yo he visto a través de la lente implacable de la cámara digital, sino porque cuando los ves tratando con sus padres, los padres no salen mejor parados que cualquiera de mis bayetas. Los niños los tratan con la punta del pie, y les falta poco que decirles que deberían estar besando el borde de ese pantalón que arrastran por el lodazal del pueblo. En fin, si el cambio climático me parecía ya una maldición, la legión de quinceañeros a los que si les hablas de movimientos de sístole y diástole les puedes crear una confusión que les dure semanas, me parece ya el Apocalipsis materializado en un gigantesco grano de acné. Ante este panorama, convendrán conmigo en que es muy difícil mantener el optimismo imbatible que me jacto de llevar por bandera. Así que ahora mismo me voy a tomar la pastilla del optimismo. Mañana les cuento.
(Para mi querida amiga María de Rumanía, que siempre, siempre está en mi pensamiento. María, perdona por haberme apropiado de algunas de tus expresiones).

1 comentario:

Madame X. dijo...

Yo también le tengo siempre presente en mis pensamientos, ya que no en la agenda de mi teléfono celular (que he vuelto a perder, otra vez, sí). Juro, por Dios, que no vuelvo a beber.