Hay muchas razones para consultar o revisar los libros leídos. Con frecuencia solo se trata del placer de recuperar con precisión una frase. O varias. Pero a la vez que esas frases que por alguna razón nos gustaron, recuperamos también una parte de nuestro pasado, un momento placentero que quizá ya habíamos olvidado.
Tengo la costumbre de leer con lápiz y de anotar en los márgenes o al final del capítulo. Y también olvido al acabar el libro sacar lo que quiera que sea que me haya servido de separador. Así que cuando vuelvo a abrirlo también aparece una variedad de formas en papel que fueron marcando la lectura y que también cuentan una historia.
¿A qué (anti)libro pueden pertenecer las siguientes notas al margen:
1. Atroz;
2. Atroz;
3. ¿Cuáles?
4. ¿Quién ha traducido esto? Bueno, da igual: el original ya es bastante abyecto.
5. Sí, seguro;
6. No doy crédito ("La vieja debía de ser realmente gitana, porque los gitanos tenían fama de ser un poco tontos", pág. 29);
7. ¡Qué literario! (¡Qué extraña es África!);
8. ¡Viva la literatura! ¡Y la filosofía!
9. Espiritualidad ovejil; y
10. Eso sí que es profundo?
Sí, lo han acertado: a El Alquimista, un libro con el que podríamos recuperar el gusto por la chimenea en el próximo invierno. Como combustible, claro.
Pero normalmente recupero recuerdos y lecturas mucho más agradables. Afortunadamente.
Mi amiga María de Rumanía me regaló Los perros ladran de don Truman Capote, y me lo leí en un paraíso del Índico. Recupero su dedicatoria y el gusto con que lo leí, unos días en la playa y otros a una respetuosa distancia del volcán. Me encantó sobre todo el relato más largo, Se oyen las musas (1956).
"- Míralo desde este punto de vista, Delirio -dijo la señorita Thigpen, buscando una frase confortadora-, piensa que serás la única persona que haya ido a Rusia sin abrigo.
- Hay otra cosa que también es única, y nos afecta a todos -dijo la señorita Ryan-. Y no solo única, sino de locura. Quiero decir que estamos aquí, rumbo a Rusia sin nuestros pasaportes. Sin pasaporte, sin visado, sin nada".
Iba leyendo este libro el día en que conocí al Ángel que iba a guardarme durante toda mi estancia en el Trópico de Capricornio. También a él le encantó este libro. Dentro, encuentro una programación del cine local para la semana del 17 al 23 de abril de 2002. La única película que me interesó ver fue Amén, de Costa-Gavras.
En las Máximas de La Rochefoucauld encuentro una tarjeta roja ocupada entera por este sintagma nominal sujeto: "Las cartas de amor...". Y al final, 20 líneas más abajo, podemos leer el predicado: "... pueden ser ridículas, pero los que nunca han escrito cartas de amor son realmente ridículos". Bueno. No es una frase del noble francés emparentado con la hada Melusina y los reyes de Chipre y Jerusalem, pero no está mal. "Ningún disfraz podrá ocultar el alma donde esté, ni fingirla donde no exista".
Otras veces entre los libros encuentro una reseña de prensa a propósito de su publicación. Por ejemplo en El padre de Frankenstein de Christopher Bram encuentro la reseña aparecida en La Vanguardia, en la que, como en la magnífica adaptación que hizo Bill Condon, citan a Elsa Lanchester y a George Cukor, a quien estoy deseando descubrir en detalle. También este libro fue un regalo de cumpleaños.
En Nuria Vidal: El cine de Pedro Almodóvar -remárquese que la autora también forma parte del título en un tropo todavía sin nombre; quizá insólito autobombo salvaje- encuentro una dedicatoria: "Vipère, pronto iré a tu tierra. No hace falta que lo leas entero; es muy gordo. Besos, P. Almodóvar". También una foto del director en la entrada de algún edificio de lustre porque detrás se ve un elegante portero de alto copete (o birrete). Y tres entradas para El último harén,
de Ferzan Ozpetek, que vi con María, pero no recuerdo quién fue el tercer acompañante.
En fin, todo esto y mucho más viene a la memoria y al corazón con solo bucear unos instantes entre nuestros libros. Pruébenlo y verán qué agradables sorpresas se llevan.
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