Resulta patético reconocerlo, pero la vida no es precisamente un constante carnaval -a menos que añadamos, como complemento del nombre, de horrores; entonces, sí-, un día de fiesta sin fin, una eterna borrachera de belleza, un mundo feliz aldouxiano. No. No hay más que abrir el periódico y leer los titulares. No hay más que salir a la calle y cruzarse con algunas de las personas con las que yo me cruzo a diario. Así que mi patetismo solo es otra pieza más del patetismo general. Y, aunque resulte paradójico, mi patetismo al final me está reportando un cierto alivio. Es aquello de hacer de la necesidad, virtud.
Desde hace unos meses, cada noche tengo un atractivo compañero de cama que no me abandona: un libro. Me permite toda la promiscidad que sea capaz, limitada únicamente por mi velocidad de lectura. Antes cuando apagaba la luz para dormir, solía dejarlo en la mesilla. Pero un día se quedó por casualidad a escasos centímetros de mi cara, y ahora cada noche lo dejo sobre -o bajo- la almohada, a mi lado. Y así todas las noches duermo acompañado. Probablemente, no sea lo ideal, pero por el momento me vale. El libro no se mueve nada y yo debo moverme muy poco porque apenas nos molestamos. Dicho esto, el otro día Chéri de Colette, una estupenda edición en cartoné y en letra XL, me clavó una esquina en un costado y me desperté con una marca que no era producto de un exceso de pasión. No me había dado cuenta de que Monsieur Peloux no estaba dispuesto a llegar tan lejos conmigo. Él se lo pierde. En estos momentos, el rey de mi cama no es Lorenzo Lamas, sino Michel Tournier. Y mi amiga María de Rumanía ya me ha hablado maravillas de su último descubrimiento, que debe de ser un volcán: Muriel Spark. Gracias, María.
1 comentario:
La Spark, divina. De la estripe de Ivy Compton-Burnett, Barbara Pym, Elisabeth Taylor (la escritora, no la estrella decadente). ¡Maravillosa!
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