Me gustaría entrar un momento en la mente de algunas personas que me cuentan su vida, milagros y, sobre todo, miserias apenas cinco minutos después de haberme conocido. No lo entiendo, francamente. ¿Por qué inspiro esa irrefrenable confianza para hacerme partícipe de sus intimidades? ¿Qué se reservan entonces para su entorno más íntimo? ¿Se debe a mi irresistible charme? ¿Por qué me cuentan esas historias para dormirse de pie? ¿Quieren ayudarme porque piensan que así puedo encontrar inspiración?
Forman un grupo muy heterogéneo: todos los sexos, varias nacionalidades, diferente formación (o deformación), todas las edades, distintas profesiones y, sobre todo, pertenecientes a escuelas capilares que van desde lo más moderno hasta lo más… moderno (léase guillotinable).
¿Acaso creen que de verdad me interesa todo eso? ¿Alguno de ellos se lo ha planteado? Obviamente se trata de una pregunta improcedente porque la respuesta ya la conozco: NO. Un no como una catedral. Son personas con las que coincido por distintos azares –y la consaguinidad también es un azar- en bares, reuniones sociales, establecimientos públicos o incluso el ascensor –y este es el momento en que echo de menos no llevar siempre encima, como si fueran los movimientos de sístole y diástole, cualquier libro de Jardiel Poncela-. La gente te lo cuenta todo, y a mí francamente no me interesa todo. Especialmente si acabo de conocer a la persona que tengo enfrente (y a veces incluso aunque la conozca de toda la vida). Porque:
1. No soy psicoanalista, y desconozco hasta los más elementales rudimentos de psicología de salón;
2. No me llamo Louise L. Hay, sino Vipère de Gabón e Icaza;
3. Mi influencia en las altas instancias políticas es igual a cero;
4. Mi piel no es tan porosa como para absorber un interminable rosario de dramas que van desde el libertinaje de las peluqueras de hoy en día hasta el tamaño de una próstata; y sobre todo
5. Quiero reírme. Quiero tener agujetas de reírme. Así que si quieres contarme todo eso, primero te pasas por una oficina de guionistas solventes (lo que excluye de manera radical entre otros muchos a todos los de El club de la comedia) y que te lo conviertan en un monólogo decente. ¡Ya está bien!
Así que no estoy dispuesto a escuchar ni una palabra más sobre:
1. Tu dinero;
2. Tu dinero negro;
3. Tu menopausia y los terribles sofocos;
4. Las disfunciones de tu tracto intestinal y los remedios de la abuela;
5. Las prestaciones de Otro Modelo de coche;
6. El pedo que te pillaste en tu último botellón –yo me pregunto por qué las palabras han perdido su sentido trascendente-;
7. El mobbing al que te ves sometida en tu trabajo;
8. Lo mal que funciona todo, incluido este bar;
9. Telefonía y aledaños;
10. La boda de tu primo en el pueblo; y
11. Las rencillas familiares, a menos que sean realmente interesantes.
Soy de instintos pacíficos por naturaleza, pero al final a la fuerza…
De todas formas, como sé que tengo la batalla perdida de antemano y no quisiera convertirme en fugitivo de la justicia, creo que lo mejor es ser práctico y sacar provecho de este sino mío. Hacer de la necesidad virtud. Por eso recupero para la ocasión un anuncio que redactamos la Ilustre y Querida María de Rumanía y yo en una estancia en París hace algún tiempo y que luego no publicamos. Probablemente lo vean a partir de ahora en diferentes foros como la sección de carnicería del mercado, el centro de estética (canina) más próximo, las puertas del WC de la universidad, la ludoteca y la parada de taxi de debajo de casa. Seguiré haciendo lo mismo, pero al menos cobraré por ello. No es una mala idea, ¿no? El anuncio dice así:
“Escuchador joven profesional.
Escucho todos tus problemas.
No juzgo, no aconsejo,
Solo oigo atentamente lo que quieras contarme:
Separaciones, enfermedades, recetas,
Conflictos laborales y familiares,
Tratamientos médicos,
Meteorología,
Disfunciones sexuales…
Tu vida en general.
50 euros/sesión (45 minutos)
Interesados contacten con el
06 08 76 …”
4 comentarios:
¿No te parece un poquitín caro? Digo, la clase trabajadora también tendrá historias para contar, y como ya no está Pasolini para que los escuche (antes o después de cogérselos, no importa), algo tendrán que hacer los pobres.
Que se emborrachen, como han hecho toda la vida. Pero, por Dios, que no den la brasa.
Pues sí, totalmente de acuerdo. Hay muchas salidas sin tener que molestar al prójimo: el alcohol de alta graduación -desde el orujo al vino peleón-, cualquier derivado del clásico opio, los pegamentos industriales, los productos de limpieza especialmente eficaces y otras sustancias que no mencionaré aquí.
En cuanto al precio, efectivamente puede parecer disuasorio a primera vista (y de hecho lo es), pero creo que merece la pena pagar por ser escuchado profesionalmente. De hecho, creo que es la única manera de ahuyentar las maquinaciones sobre cómo hacer desaparecer un cadáver cuando alguien está dando cuenta por enésima vez de las dimensiones del salón de su casa de campo: "mi ilusión era que cupiéramos todos a nuestras anchas". ¡Muy anchas!, añado yo. No hay cuerpo que resista un relato así durante 45 minutos sin algún tipo de incentivo o estímulo.
¿Qué tal proponerles que hagan su propio blog?...¿Me he pasado?
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